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Comentarios literarios

jueves, junio 26, 2008

La Muerte es el Poema


Euphorion No. 6

Maurice Blanchot

Jornada conmemorativa del centenario del nacimiento de Maurice Blanchot.
Instituto de Filosofía. Universidad de Antioquia

por
Arturo Restrepo Vásquez

La muerte (Mort) en el pensamiento de Maurice Blanchot apunta a una región que ha llamado el pensamiento del Afuera (La pensée du dehors), pensamiento radicalmente distinto a nuestra interioridad salmodiante de la conciencia. A la suerte de esa muerte está ligado todo nuestro lenguaje que la soporta como su propia angustia. La muerte es habla para Blanchot, lo mismo que para Levinas la Exterioridad es originariamente lenguaje. En particular, con una escritura que se describe por mantenerse fuera de lugar de toda subjetividad, para hacer surgir el origen y la muerte: El afuera continuamente renovado de la muerte. Escritura que no es hablada por nadie, donde el escritor no personifica más que un pliegue gramatical, ya no habla en primera persona, sino en la nulidad de una mano que escribe.

Pero, ¿cuál es esta muerte que es la médula del pensamiento del Afuera? Por supuesto, no es la muerte moderna que ha alcanzado su vértice en el Dasein del pensamiento heidegeriano. La muerte como un titánico poder que transforma la verdad del mundo. La muerte activa, como la llama Blanchot, que pertenece al tiempo del trabajo, al proyecto, a la utilidad, a la producción, a nuestra preocupación por el futuro. En cambio, para Blanchot es la muerte negligente, cansada, descuidada, inactiva. La muerte como no poder, por lo tanto, no es acción ni trabajo, ni utilidad.

Es la intensidad del morir que tiene lugar en un tiempo indefinido, donde se abisma la duración del presente, y donde no cabe ya el ser para la muerte, pues con ella no tengo relación de posibilidad, escapa a mi poder de comprensión, a mi angustia apropiadora. Su esencia es la desaparición, lo que nunca puedo retener porque es una ausencia infinita. De la cual estoy despedido de todas partes, desempleado de ella nos hunde en la indigencia de nuestro ser. Esa muerte que

“…se convierte en aquello que me desposee arrojándome de mi poder de comenzar e incluso de terminar, en aquello que sin relación conmigo, sin poder sobre mí, lo que está despojado de toda posibilidad, la irrealidad de lo indefinido.” (Blanchot, El espacio literario).

A este morir que hace de la existencia una dispersión ilimitada está convidada la literatura y la poesía, en una afirmación sobre la que no tiene autoridad, descubriendo el morir como lo interminable, lo incesante de un pasar que nunca deja de pasar, por lo tanto no tiene comienzo ni fin, que no es satélite de ningún poder, que por lo tanto no revela nada, cuya experiencia inmediata es la desolación de las manos vacías. Los relatos de Blanchot nos hablan de este morir anónimo, en esos interlocutores que experimentan la infinitud del morir como la erosión de toda palabra:

“Decir que entiendo estas palabras no sería explicarme la extrañeza peligrosa de mis relaciones con ellas… no hablan, no son interiores, más bien al contrario, carecen de intimidad, y al estar todo afuera, aquello que designan me aboca hacia ese afuera de toda palabra, aparentemente más secreto y más interior que la palabra del fuero interno, aunque aquí, el afuera está vacío, el secreto no tiene profundidad, no se repite más que el vacío de la repetición, aquello que no habla y que, sin embargo, ha sido dicho siempre”. (Blanchot, Celui qui ne m’accompagnait pas).

Morir es la erosión del lenguaje, de todo lo que somos por el lenguaje, que es una sola y misma cosa con la erosión del tiempo (el Eros del tiempo). Entonces, el lenguaje se descubre libre de todas las viejas fábulas que se ha formado nuestra representación de las palabras. Durante mucho tiempo hemos creído que somos dueños del lenguaje, por lo tanto dueños del tiempo, hasta alcanzar la cima del fascismo de la palabra actual. A partir de esta potestad hemos hecho del lenguaje un instrumento, delimitado y delimitador; su palabra es significante, valor, poder de verdad. Incluso el discurso de la filosofía no ha escapado a este poder; también ha hecho del lenguaje una herramienta diligente para instaurar el reinado seguro de su verdad absoluta. El lenguaje de la filosofía transforma la muerte que Hegel comparaba con un poder divino, capaz de invertir la disolución inmediata de lo que es, en la muerte ideal que da inicio a la verdad del espíritu. Tal es el poder del espíritu que hace entrar la muerte en la interioridad de la conciencia para que sea posible un saber de sí misma. En este sentido, la Fenomenología del espíritu es el gran libro de la muerte ideal, el sacrificio del instante de la noche podríamos llamarlo, si nos atenemos a la lectura de la certeza sensible. El ahora de la noche en que todo desaparece es transformado por el poder de la conciencia en un tiempo distinto, en el tiempo de la representación: en la muerte activa de que hemos hablado, en provecho del mundo de la representación. Entonces, los antiguos misterios Eleusinos de Ceres y Baco que celebraban la desaparición de las cosas sensibles se convierte en la liturgia de la conciencia que celebra su victoria ante la muerte.

Pero esta victoria del espíritu Blanchot la considera como una derrota, pues no es más que un retroceso ante todo lo que desaparece al encerrarlo en la interioridad de nuestra lógica y bajo la garantía de nuestra razón. Es una peculiar traición al pensamiento del afuera, pero que la literatura y la poesía, según Blanchot, podrían nuevamente reafirmar en un lenguaje que no se encerrara en ninguna interioridad, hasta en sus más mínimos pliegues. Una especie de desierto donde se escribiera siempre el afuera reanudado de la muerte. Mediante la energía tensa de las imágenes, la poesía desea captar el acto de la presencia de la misma muerte, esta vida simple a flor de tierra que anuncia René Char. Un lenguaje que desea nombrar el ser de un instante en un lugar fortuito, percibir en el cristal de las palabras el ocaso. La literatura y la poesía es la necesidad órfica de recorrer nuevamente el camino de la muerte, de mirar de nuevo en el umbral vacilante de la muerte, pero que no conserva de ella más que la nada.

Friedrich Hölderlin es de aquellos poetas que, para Blanchot, ha representado en su poesía una experiencia del afuera. Es una de esas primeras huellas –junto al Marqués de Sade, en la época de Kant y Hegel– por donde se abrió paso intempestivamente el pensamiento del afuera; su poesía es la necesidad de repensar lo Sagrado en la ausencia resplandeciente de los dioses. La palabra de Hölderlin dice lo Sagrado como una Exterioridad absoluta en el tiempo (Siglo XIX) en que se estaba formulando, de la manera más imperiosa, la exigencia de interiorizar el mundo; Exterioridad irreductible a nuestro juego interior de la que nos hablan sus poemas acerca de la Naturaleza: El Todo de una naturaleza que no puede ser una posesión, una propiedad privada de alguna doctrina, como cuando Hegel nos dice, por ejemplo en su Philosophie der Religión, que la Heiligtum debería ser una posesión de la filosofía, así como unos poseen el poder político, otras las fábricas. Frente a esta actitud burguesa, Hölderlin nos propone la búsqueda de lo Sagrado por fuera del mundo de la representación, mediante una palabra que fue el desgarramiento del hallazgo al afirmar una vez:

“¡Mas ahora amanece el día! Esperaba, lo vi llegar,
Y lo que he visto, lo Sagrado sea mi palabra”.

Estos versos pertenecen a una poema llamado Como cuando en día de fiesta (Wie wenn am feiertage…) compuesto por Hölderlin en el año 1800. Este poema nos habla de lo Sagrado (Das Heilige) que en Hölderlin no está referido a un culto divino, sino a la realidad de la presencia sensible, al Todo de la naturaleza. Esa presencia inmediata que Hölderlin desentraña como un Caos originario: Heiligem Chaos, dice uno de los versos, más antiguo que los tiempos, por encima de los dioses del Occidente y del Oriente. Ese Caos que es la misma muerte (La región de los muertos), el vacío en que todo desaparece, que es el puro origen, puesto que no tiene por principio más que a sí mismo y al vacío, cuya eternidad es su incesante recomienzo. Aquello que

“no brinda ningún apoyo ni de suspensión, el terror de lo inmediato que impide toda aprehensión, la conmoción del caos”1 .

Es el cuerpo que pasa y nunca deja de pasar, que el lenguaje de René Char aprehende en sus poemas como le passant, impronta de lo desconocido, y Charles Baudelaire en su poema La Carroña como la Belleza aprehendida dentro de la misma muerte.

Pues bien, a esta presencia caótica, lo sensible o el cuerpo terrestre, quiere devolvernos la poesía de Hölderlin. Ese caos que se abre de manera profunda desde sus poemas de juventud, llamado por él el estremecimiento que se hace alegría (das freudigschauernde), el cual no lo relaciona con una experiencia de la noche, como en Novalis, sino con una experiencia de la forma y la luz. Lo Sagrado es el día (Das Heilige ist Tag) que es lo que nombra el verso: “¡Mas ahora amanece el día!” Potencia irradiadora de luz que abre a lo Sagrado todo aquello que su irradiación alcanza, el resplandor de un instante en que todo desaparece, o la muerte a plena luz sin ocultar nada en la superficie de la naturaleza.

Esta luz que también es el abismo, luz pánica porque entraña la muerte, pero también fascinante, es la que desea experimentar la poesía por vocación de la palabra. Poesía que –como afirma Blanchot– existe por el hecho de que el poeta ha visto el ser, tal como lo expresan los versos: “Y lo que he visto, lo Sagrado sea mi palabra”. Hölderlin no dice que su palabra sea sagrada, y menos que ella es lo Sagrado. Lo que él quiere es que la palabra corresponda a lo que el poeta ha visto. Por lo tanto, un habla de visión, visionaria, que únicamente habla cuando uno ve, arrebatada por la abertura de la luz sagrada.

Lo Sagrado sea mi palabra (Das Heilige se mein Wort), he aquí el deseo poético por excelencia. Deseo imposible, por demás, pues no podría haber captación inmediata de lo que ha visto el poeta, lo Sagrado. Hölderlin nos lo dice con una fuerza terrible en un fragmento titulado Lo más alto:

“Lo inmediato tomado en rigor es imposible tanto para los seres mortales como para los inmortales”.

Así como lo Altísimo en Levinas no puede ser colmado por el deseo metafísico. Esto significa que nosotros no podemos tener una relación directa con lo Sagrado, ya sea la fusión mística o el contacto visible, mucho menos por la mediación de un intermediario, pues implicaría renuncia a su inmediatez (Hegel). Lo Inmediato es lo imposible para el mortal como para el dios, porque es una presencia que escapa a todo poder de aprehenderlo, presencia de lo no-accesible que desborda todo presente: lo invisible mismo, como diría Levinas, la presencia de lo otro en su absoluta alteridad.

De tal manera, todo poder de captura humana y divina queda desterrado de lo Sagrado. El destierro es su ser que la poesía, como afirma Blanchot, ha de experimentar como el puro origen, el Afuera, relacionándose con él mediante la imposibilidad –relación que escapa al poder– en el presente inaudito del deseo, en el cual ha de presentarse la presencia de lo Sagrado en su ausencia infinita. Ese deseo que se despierta en lo que ha visto el poeta, en esa visión que es una especie de contacto a distancia, la ausencia que se ve en una exorbitante distancia. Fascinación de la imagen, de la que nos habla Blanchot, que se anuncia en los versos de Hölderlin: “¡Mas ahora amanece el día! Y lo que visto, lo Sagrado sea mi palabra”.

A propósito de la mirada Blanchot escribe:

“Es la mirada de lo incesante y de lo interminable donde la ceguera todavía es visión, visión que ya no es posibilidad de ver sino imposibilidad de no ver, la imposibilidad que se hace ver, que persevera en una visión que no termina: mirada muerta, mirada convertida en el fantasma de una visión eterna” (Blanchot, “La soledad esencial”. En: El Espacio literario).

Y Hölderlin dice:

“Y como en los ojos le brilla un fuego al hombre
Cuando concibe lo más alto, así
De nuevo, ante los signos y los hechos del mundo,
Ahora se enciende un fuego en el alma de los poetas…”

Esta mirada que da comienzo al presente del deseo poético, de reunir lo Sagrado con el habla, en el espacio de extremidad del deseo. El deseo que no alcanza lo Sagrado, que sólo puede ponerse en relación con él a partir de una distancia irreductible. Por lo tanto, no es el deseo común que se satisface con el pan que como, o con la ciudad que habito, con el paisaje que contemplo. El deseo poético, más bien, es una herida abierta que nunca puede cerrarse, profunda alteridad que nunca puede ser poseída por mi identidad de pensante. Por la sencilla razón de que es el anhelo de lo totalmente otro, de lo absolutamente otro. La desmesura del deseo como afirma Levinas:

“Deseo sin satisfacción, fuera del hambre que se satisface, de la sed que se calma y de los sentidos que se aplacan (…) El Deseo es deseo de lo absolutamente Otro más allá de las satisfacciones, espera el alejamiento, la alteridad y la exterioridad de lo Otro”. (Levinas, Totalité et infini).

Este deseo que funciona originalmente como lenguaje, que como un cristal que refleja el sol de la tarde, puede dar a ver lo Sagrado: Lo Sagrado sea mi palabra. La palabra es el don de lo imposible, que nunca podemos ver directamente, sino en el desvío de la palabra, intervalo que sin embargo no mediatizaría, sino que lo señalaría en la plenitud de su ser. La palabra poética sólo nombra lo Sagrado en cuanto desconocido, sin domarlo a nuestra unidad de Identidad pensante. No busca poseerlo, sino mostrarlo en una palabra, y no una palabra cualquiera, sino en aquella en que desaparece el sujeto, para tener acceso a la extraña relación con el afuera. Son las palabras amnésicas, como las llama René Char, que en su olvido borran toda significación determinada, pero dejan ver en la luz de un relámpago el origen y la muerte. René Char nos dice:

“El poeta no retiene lo que descubre: una vez transcrito, lo pierde enseguida. En eso residen su novedad, su infinito y su peligro”.

Es la locura de la palabra, la locura de Hölderlin, que se desprende de permanecer con la cabeza desnuda bajo las tempestades del Dios. En efecto, la palabra poética es el firmamento que rasga el caos libre y tempestuoso, para dar lugar de manera repentina a una visión, que en Hölderlin toma el nombre del poema por excelencia. El poema es el caosmos de lo sagrado, que Hölderlin compone mediante el ritmo de sus versos. Ese ritmo que en su origen significa el estar retenido a lo Sagrado como Prometeo a la roca, del cual brota el destino entero de la poesía. Es la presencia de lo Sagrado de la que uno no puede apartarse, que no hay forma de escaparle, lo que Blanchot llama: lo inaprehensible de lo que uno no se desprende.

La atracción del afuera, sin duda, que Hölderlin ha experimentado como la ausencia exorbitante de los dioses. Es el tiempo de penuria, como lo ha llamado en su elegía Pan y Vino, que nos habla del vuelco del tiempo en el cual los dioses se retiran. Esos dioses que nos privan ya de su presencia piadosa, y nos expulsan sobre nosotros mismos en la indigencia y la orfandad de un tiempo vacío. Una ausencia divina que Hölderlin liga con aquello que es más alto que los dioses, lo Sagrado mismo.

A este Sagrado puro y vacío (La muerte) a que nos abandona el misterio de la retirada de los dioses, quiere dedicarse con un deseo inmoderado la palabra de Hölderlin. Ese tiempo de la noche debe convertirse en el lugar donde la luz se hace, “la intimidad donde el eco de la profundidad vacía se hace palabra” (Blanchot). Es la locura de la palabra poética que considera como un deber nombrar lo Sagrado, tal como lo expresa con espléndido rigor en los versos de su himno Germania:

“Nombra lo que está ante tus ojos,
Por más tiempo no debe morar en el misterio
Lo inexpresado.
Velado hace tanto;
Pues a los mortales corresponde
Hablar con reserva de los dioses,
También eso es sabiduría.
Pero si más abundante que las fuentes puras
El oro fluye y cuando al cielo la cólera exaspera.
Se requiere que entre día y noche
Alguna vez aparezca una verdad.
En triple metamorfosis transcríbela,
Mas siempre inexpresada, tal como es,
Inocente, así debe permanecer”.

En estos versos se expresa la exigencia suprema del poeta. Es necesario que lo inexpresado se desvele, no debe morar más tiempo en el misterio. Incluso es un deber: “Te nombramos, sagradamente obligados, te nombramos a ti Naturaleza”. Se requiere que entre el día y la noche, entre el dios y el hombre aparezca la verdad de lo Sagrado. Es ahora absoluta la necesidad de nombrar y transcribir. Necesidad que Hölderlin considera que es la ley de lo sagrado mismo, cuando afirma en el fragmento Lo más Alto que la mediatez rigurosa es la ley. Sin embargo, a pesar de la mediación de la palabra, lo inefable deberá permanecer siempre inexpresado, pues también eso es la ley: “Mas siempre inexpresada, tal como es. Inocente, así debe permanecer”.

El poeta debe hablar, pero a condición de que lo Sagrado permanezca desconocido. Debe hablar dejando inexpresado lo que tiene que decir, irrevelado lo que muestra. Supone siempre una relación donde lo desconocido estaría afirmado, manifestado bajo la palabra que lo mantiene desconocido. Es la locura de la palabra que da noticia de lo desconocido en su incesante proximidad. Por eso el habla del poema no es una aprehensión de lo Sagrado, sino a lo sumo su indicación o señalamiento. Al modo de Heráclito cuando dice del habla que no expone ni oculta, sino que indica, o al estilo de los oráculos que son oráculos por signos, tajos o incisiones en el texto de la naturaleza.

“Que lo Sagrado sea mi palabra”, tal es la invocación de la locura del poeta, como el camino para acercarse a lo inaccesible, para que lo infundado llegue ser fundamento de la vida de los mortales, para que el abismo del día sagrado llegue a ser la claridad que hace surgir y construye mundo. La locura de Hölderlin que repite sin cesar de forma trágica: mucho queda por decir, mucho por retener, por contener (Vieles aber ist zu behalten). El poema es, en efecto, el poder de reunir o de dar un fundamento lo bastante firme para que lo sagrado venga a la apariencia y perdure en el acuerdo vacilante de la palabra.

Nombrar lo posible, responder a lo imposible afirma Blanchot, para designar la tarea de la poesía. Esa otra relación con el Afuera, lo Sagrado, que no sería en términos de poder como en la filosofía, sino de imposibilidad como “aquel no-poder que no sería la simple negación de poder”. Hölderlin nombra el Todo de la Naturaleza, la divinamente hermosa, para responder a lo Sagrado. Nombra en la sobriedad de un lenguaje las cosas de la naturaleza, para tornarlas el eco de la profundidad vacía de lo desconocido: “El pan es el fruto de la tierra, pero bendecido por la luz. Y del dios tronador viene la alegría del vino”. Responder a lo Sagrado mediante la palabra no es, para él, apaciguarlo en hermosos nombres, y así apartarnos cada vez más de la presencia pasajera para afirmarnos en un mundo a la medida de nuestro saber, sino mantener abierta su desgarradura, la esperanza anhelante de su presencia.

Experiencia de lo Sagrado que, por haber sido hablada, tiene necesariamente que ser expiada por los dioses, por el hecho de haber caído el poeta en la desmesura del lenguaje:

“…lo sentencian
A que su propia casa
La destruya y lo que tiene por más querido
Lo trate como enemigo y al padre y al hijo
Lo sepulte bajo los escombros”.

El hecho de que lo sagrado sea palabra significa la desaparición del poeta como sujeto:

“El poeta se destruye, y destruye el lenguaje que habita, y ya no tiene ni antes ni después, suspendido en el vacío mismo” (Blanchot).

El lenguaje ya no es ninguna casa del Ser, como en Heidegger, sino ruina, intemperie, desierto abierto a la ausencia infinita de la muerte. Su disimulación en las palabras neutras que hablan –como afirma Alejandra Pizarnik– cuando a la casa del lenguaje se le vuela el tejado y las palabras no guarecen.

La muerte es el poema, el momento en que el lenguaje se vuelve loco y sentencia a Hölderlin a su desaparición. El oscuro combate entre su palabra y la presencia repentina de lo Sagrado, que lo aparta de todo poder de identidad. El límite extremo del sufrimiento que compartía con los dioses, pues estos también se hallan abandonados a lo Sagrado, al Eros del tiempo. Ese sufrimiento que significa la pasión del exterior, en lo que está en juego algo radicalmente otro, pero de ningún modo la de un ser trascendente, sino la presencia inmediata, la del cuerpo sensible que pasa y nunca deja de pasar, esta vida sencilla a flor de tierra, pero que tiene el don de alegrar nuestro infierno. Pues, como afirma Blanchot

“Hölderlin no se complació en la celebración del sufrimiento y la desgracia. Del mismo modo que ha sido llamado por el día y no por la noche, busca también la concordia y la alegría, y si llega a la plegaria es para obtener un momento, un breve momento de reposo, para que la luz no lo consuma antes de tiempo, para que no lo sobrecoja de inmediato en sus profundidades. Pero, ¿qué podía él? No era dueño de rehusar su libertad, y a esta libertad de su existencia poética que le condena a la indigencia de una existencia puramente por venir y, a la vez, a la prueba terrible de ser el lugar de la oposición extrema, no sólo nunca se sustrajo sino que la comprendió como ningún otro, se transformó con ella, llegó a ser ella y sólo ella, cosa que nadie ha hecho con una modestia tan pura, con una grandeza tan cumplida. Soportar la plenitud del día, cargar sobre sus espaldas ese peso de leños que es el cielo, él supo lo que costaba y pagó el precio, no porque el sufrimiento sea sagrado en sí mismo, digno de sufrirse, sino porque quien quiere ser mediador debe ante todo ser desgarrado, quien quiere asumir el poder de la comunicación debe perderse en lo que transmite y sin embargo sentirse incomunicable, y porque, en fin, aquel, sobrecogido por la exaltación del espíritu, se convierte en la voz del espíritu, debe tomar sobre sí, peligrosamente, el origen injustificable, el oscuro comienzo del despliegue universal:
Cuando los dioses se muestran de verdad –dice Hölderlin–, cuando el hombre tiene a la vista lo que se revela, no lo conoce ni lo ve. Le es preciso soportar, sufrir; entonces viene a él un nombre para lo que es más querido, entonces en él las palabras se vuelven flores”.

1 Cf., el comentario de Heidegger en su ensayo sobre el poema Como cuando en día de fiesta (Heidegger, Interpretaciones a la poesía de Hölderlin, Madrid: Alianza editorial, 2005).

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Gabriel García Márquez (1927-?)


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