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jueves, junio 26, 2008

La Muerte es el Poema


Euphorion No. 6

Maurice Blanchot

Jornada conmemorativa del centenario del nacimiento de Maurice Blanchot.
Instituto de Filosofía. Universidad de Antioquia

por
Arturo Restrepo Vásquez

La muerte (Mort) en el pensamiento de Maurice Blanchot apunta a una región que ha llamado el pensamiento del Afuera (La pensée du dehors), pensamiento radicalmente distinto a nuestra interioridad salmodiante de la conciencia. A la suerte de esa muerte está ligado todo nuestro lenguaje que la soporta como su propia angustia. La muerte es habla para Blanchot, lo mismo que para Levinas la Exterioridad es originariamente lenguaje. En particular, con una escritura que se describe por mantenerse fuera de lugar de toda subjetividad, para hacer surgir el origen y la muerte: El afuera continuamente renovado de la muerte. Escritura que no es hablada por nadie, donde el escritor no personifica más que un pliegue gramatical, ya no habla en primera persona, sino en la nulidad de una mano que escribe.

Pero, ¿cuál es esta muerte que es la médula del pensamiento del Afuera? Por supuesto, no es la muerte moderna que ha alcanzado su vértice en el Dasein del pensamiento heidegeriano. La muerte como un titánico poder que transforma la verdad del mundo. La muerte activa, como la llama Blanchot, que pertenece al tiempo del trabajo, al proyecto, a la utilidad, a la producción, a nuestra preocupación por el futuro. En cambio, para Blanchot es la muerte negligente, cansada, descuidada, inactiva. La muerte como no poder, por lo tanto, no es acción ni trabajo, ni utilidad.

Es la intensidad del morir que tiene lugar en un tiempo indefinido, donde se abisma la duración del presente, y donde no cabe ya el ser para la muerte, pues con ella no tengo relación de posibilidad, escapa a mi poder de comprensión, a mi angustia apropiadora. Su esencia es la desaparición, lo que nunca puedo retener porque es una ausencia infinita. De la cual estoy despedido de todas partes, desempleado de ella nos hunde en la indigencia de nuestro ser. Esa muerte que

“…se convierte en aquello que me desposee arrojándome de mi poder de comenzar e incluso de terminar, en aquello que sin relación conmigo, sin poder sobre mí, lo que está despojado de toda posibilidad, la irrealidad de lo indefinido.” (Blanchot, El espacio literario).

A este morir que hace de la existencia una dispersión ilimitada está convidada la literatura y la poesía, en una afirmación sobre la que no tiene autoridad, descubriendo el morir como lo interminable, lo incesante de un pasar que nunca deja de pasar, por lo tanto no tiene comienzo ni fin, que no es satélite de ningún poder, que por lo tanto no revela nada, cuya experiencia inmediata es la desolación de las manos vacías. Los relatos de Blanchot nos hablan de este morir anónimo, en esos interlocutores que experimentan la infinitud del morir como la erosión de toda palabra:

“Decir que entiendo estas palabras no sería explicarme la extrañeza peligrosa de mis relaciones con ellas… no hablan, no son interiores, más bien al contrario, carecen de intimidad, y al estar todo afuera, aquello que designan me aboca hacia ese afuera de toda palabra, aparentemente más secreto y más interior que la palabra del fuero interno, aunque aquí, el afuera está vacío, el secreto no tiene profundidad, no se repite más que el vacío de la repetición, aquello que no habla y que, sin embargo, ha sido dicho siempre”. (Blanchot, Celui qui ne m’accompagnait pas).

Morir es la erosión del lenguaje, de todo lo que somos por el lenguaje, que es una sola y misma cosa con la erosión del tiempo (el Eros del tiempo). Entonces, el lenguaje se descubre libre de todas las viejas fábulas que se ha formado nuestra representación de las palabras. Durante mucho tiempo hemos creído que somos dueños del lenguaje, por lo tanto dueños del tiempo, hasta alcanzar la cima del fascismo de la palabra actual. A partir de esta potestad hemos hecho del lenguaje un instrumento, delimitado y delimitador; su palabra es significante, valor, poder de verdad. Incluso el discurso de la filosofía no ha escapado a este poder; también ha hecho del lenguaje una herramienta diligente para instaurar el reinado seguro de su verdad absoluta. El lenguaje de la filosofía transforma la muerte que Hegel comparaba con un poder divino, capaz de invertir la disolución inmediata de lo que es, en la muerte ideal que da inicio a la verdad del espíritu. Tal es el poder del espíritu que hace entrar la muerte en la interioridad de la conciencia para que sea posible un saber de sí misma. En este sentido, la Fenomenología del espíritu es el gran libro de la muerte ideal, el sacrificio del instante de la noche podríamos llamarlo, si nos atenemos a la lectura de la certeza sensible. El ahora de la noche en que todo desaparece es transformado por el poder de la conciencia en un tiempo distinto, en el tiempo de la representación: en la muerte activa de que hemos hablado, en provecho del mundo de la representación. Entonces, los antiguos misterios Eleusinos de Ceres y Baco que celebraban la desaparición de las cosas sensibles se convierte en la liturgia de la conciencia que celebra su victoria ante la muerte.

Pero esta victoria del espíritu Blanchot la considera como una derrota, pues no es más que un retroceso ante todo lo que desaparece al encerrarlo en la interioridad de nuestra lógica y bajo la garantía de nuestra razón. Es una peculiar traición al pensamiento del afuera, pero que la literatura y la poesía, según Blanchot, podrían nuevamente reafirmar en un lenguaje que no se encerrara en ninguna interioridad, hasta en sus más mínimos pliegues. Una especie de desierto donde se escribiera siempre el afuera reanudado de la muerte. Mediante la energía tensa de las imágenes, la poesía desea captar el acto de la presencia de la misma muerte, esta vida simple a flor de tierra que anuncia René Char. Un lenguaje que desea nombrar el ser de un instante en un lugar fortuito, percibir en el cristal de las palabras el ocaso. La literatura y la poesía es la necesidad órfica de recorrer nuevamente el camino de la muerte, de mirar de nuevo en el umbral vacilante de la muerte, pero que no conserva de ella más que la nada.

Friedrich Hölderlin es de aquellos poetas que, para Blanchot, ha representado en su poesía una experiencia del afuera. Es una de esas primeras huellas –junto al Marqués de Sade, en la época de Kant y Hegel– por donde se abrió paso intempestivamente el pensamiento del afuera; su poesía es la necesidad de repensar lo Sagrado en la ausencia resplandeciente de los dioses. La palabra de Hölderlin dice lo Sagrado como una Exterioridad absoluta en el tiempo (Siglo XIX) en que se estaba formulando, de la manera más imperiosa, la exigencia de interiorizar el mundo; Exterioridad irreductible a nuestro juego interior de la que nos hablan sus poemas acerca de la Naturaleza: El Todo de una naturaleza que no puede ser una posesión, una propiedad privada de alguna doctrina, como cuando Hegel nos dice, por ejemplo en su Philosophie der Religión, que la Heiligtum debería ser una posesión de la filosofía, así como unos poseen el poder político, otras las fábricas. Frente a esta actitud burguesa, Hölderlin nos propone la búsqueda de lo Sagrado por fuera del mundo de la representación, mediante una palabra que fue el desgarramiento del hallazgo al afirmar una vez:

“¡Mas ahora amanece el día! Esperaba, lo vi llegar,
Y lo que he visto, lo Sagrado sea mi palabra”.

Estos versos pertenecen a una poema llamado Como cuando en día de fiesta (Wie wenn am feiertage…) compuesto por Hölderlin en el año 1800. Este poema nos habla de lo Sagrado (Das Heilige) que en Hölderlin no está referido a un culto divino, sino a la realidad de la presencia sensible, al Todo de la naturaleza. Esa presencia inmediata que Hölderlin desentraña como un Caos originario: Heiligem Chaos, dice uno de los versos, más antiguo que los tiempos, por encima de los dioses del Occidente y del Oriente. Ese Caos que es la misma muerte (La región de los muertos), el vacío en que todo desaparece, que es el puro origen, puesto que no tiene por principio más que a sí mismo y al vacío, cuya eternidad es su incesante recomienzo. Aquello que

“no brinda ningún apoyo ni de suspensión, el terror de lo inmediato que impide toda aprehensión, la conmoción del caos”1 .

Es el cuerpo que pasa y nunca deja de pasar, que el lenguaje de René Char aprehende en sus poemas como le passant, impronta de lo desconocido, y Charles Baudelaire en su poema La Carroña como la Belleza aprehendida dentro de la misma muerte.

Pues bien, a esta presencia caótica, lo sensible o el cuerpo terrestre, quiere devolvernos la poesía de Hölderlin. Ese caos que se abre de manera profunda desde sus poemas de juventud, llamado por él el estremecimiento que se hace alegría (das freudigschauernde), el cual no lo relaciona con una experiencia de la noche, como en Novalis, sino con una experiencia de la forma y la luz. Lo Sagrado es el día (Das Heilige ist Tag) que es lo que nombra el verso: “¡Mas ahora amanece el día!” Potencia irradiadora de luz que abre a lo Sagrado todo aquello que su irradiación alcanza, el resplandor de un instante en que todo desaparece, o la muerte a plena luz sin ocultar nada en la superficie de la naturaleza.

Esta luz que también es el abismo, luz pánica porque entraña la muerte, pero también fascinante, es la que desea experimentar la poesía por vocación de la palabra. Poesía que –como afirma Blanchot– existe por el hecho de que el poeta ha visto el ser, tal como lo expresan los versos: “Y lo que he visto, lo Sagrado sea mi palabra”. Hölderlin no dice que su palabra sea sagrada, y menos que ella es lo Sagrado. Lo que él quiere es que la palabra corresponda a lo que el poeta ha visto. Por lo tanto, un habla de visión, visionaria, que únicamente habla cuando uno ve, arrebatada por la abertura de la luz sagrada.

Lo Sagrado sea mi palabra (Das Heilige se mein Wort), he aquí el deseo poético por excelencia. Deseo imposible, por demás, pues no podría haber captación inmediata de lo que ha visto el poeta, lo Sagrado. Hölderlin nos lo dice con una fuerza terrible en un fragmento titulado Lo más alto:

“Lo inmediato tomado en rigor es imposible tanto para los seres mortales como para los inmortales”.

Así como lo Altísimo en Levinas no puede ser colmado por el deseo metafísico. Esto significa que nosotros no podemos tener una relación directa con lo Sagrado, ya sea la fusión mística o el contacto visible, mucho menos por la mediación de un intermediario, pues implicaría renuncia a su inmediatez (Hegel). Lo Inmediato es lo imposible para el mortal como para el dios, porque es una presencia que escapa a todo poder de aprehenderlo, presencia de lo no-accesible que desborda todo presente: lo invisible mismo, como diría Levinas, la presencia de lo otro en su absoluta alteridad.

De tal manera, todo poder de captura humana y divina queda desterrado de lo Sagrado. El destierro es su ser que la poesía, como afirma Blanchot, ha de experimentar como el puro origen, el Afuera, relacionándose con él mediante la imposibilidad –relación que escapa al poder– en el presente inaudito del deseo, en el cual ha de presentarse la presencia de lo Sagrado en su ausencia infinita. Ese deseo que se despierta en lo que ha visto el poeta, en esa visión que es una especie de contacto a distancia, la ausencia que se ve en una exorbitante distancia. Fascinación de la imagen, de la que nos habla Blanchot, que se anuncia en los versos de Hölderlin: “¡Mas ahora amanece el día! Y lo que visto, lo Sagrado sea mi palabra”.

A propósito de la mirada Blanchot escribe:

“Es la mirada de lo incesante y de lo interminable donde la ceguera todavía es visión, visión que ya no es posibilidad de ver sino imposibilidad de no ver, la imposibilidad que se hace ver, que persevera en una visión que no termina: mirada muerta, mirada convertida en el fantasma de una visión eterna” (Blanchot, “La soledad esencial”. En: El Espacio literario).

Y Hölderlin dice:

“Y como en los ojos le brilla un fuego al hombre
Cuando concibe lo más alto, así
De nuevo, ante los signos y los hechos del mundo,
Ahora se enciende un fuego en el alma de los poetas…”

Esta mirada que da comienzo al presente del deseo poético, de reunir lo Sagrado con el habla, en el espacio de extremidad del deseo. El deseo que no alcanza lo Sagrado, que sólo puede ponerse en relación con él a partir de una distancia irreductible. Por lo tanto, no es el deseo común que se satisface con el pan que como, o con la ciudad que habito, con el paisaje que contemplo. El deseo poético, más bien, es una herida abierta que nunca puede cerrarse, profunda alteridad que nunca puede ser poseída por mi identidad de pensante. Por la sencilla razón de que es el anhelo de lo totalmente otro, de lo absolutamente otro. La desmesura del deseo como afirma Levinas:

“Deseo sin satisfacción, fuera del hambre que se satisface, de la sed que se calma y de los sentidos que se aplacan (…) El Deseo es deseo de lo absolutamente Otro más allá de las satisfacciones, espera el alejamiento, la alteridad y la exterioridad de lo Otro”. (Levinas, Totalité et infini).

Este deseo que funciona originalmente como lenguaje, que como un cristal que refleja el sol de la tarde, puede dar a ver lo Sagrado: Lo Sagrado sea mi palabra. La palabra es el don de lo imposible, que nunca podemos ver directamente, sino en el desvío de la palabra, intervalo que sin embargo no mediatizaría, sino que lo señalaría en la plenitud de su ser. La palabra poética sólo nombra lo Sagrado en cuanto desconocido, sin domarlo a nuestra unidad de Identidad pensante. No busca poseerlo, sino mostrarlo en una palabra, y no una palabra cualquiera, sino en aquella en que desaparece el sujeto, para tener acceso a la extraña relación con el afuera. Son las palabras amnésicas, como las llama René Char, que en su olvido borran toda significación determinada, pero dejan ver en la luz de un relámpago el origen y la muerte. René Char nos dice:

“El poeta no retiene lo que descubre: una vez transcrito, lo pierde enseguida. En eso residen su novedad, su infinito y su peligro”.

Es la locura de la palabra, la locura de Hölderlin, que se desprende de permanecer con la cabeza desnuda bajo las tempestades del Dios. En efecto, la palabra poética es el firmamento que rasga el caos libre y tempestuoso, para dar lugar de manera repentina a una visión, que en Hölderlin toma el nombre del poema por excelencia. El poema es el caosmos de lo sagrado, que Hölderlin compone mediante el ritmo de sus versos. Ese ritmo que en su origen significa el estar retenido a lo Sagrado como Prometeo a la roca, del cual brota el destino entero de la poesía. Es la presencia de lo Sagrado de la que uno no puede apartarse, que no hay forma de escaparle, lo que Blanchot llama: lo inaprehensible de lo que uno no se desprende.

La atracción del afuera, sin duda, que Hölderlin ha experimentado como la ausencia exorbitante de los dioses. Es el tiempo de penuria, como lo ha llamado en su elegía Pan y Vino, que nos habla del vuelco del tiempo en el cual los dioses se retiran. Esos dioses que nos privan ya de su presencia piadosa, y nos expulsan sobre nosotros mismos en la indigencia y la orfandad de un tiempo vacío. Una ausencia divina que Hölderlin liga con aquello que es más alto que los dioses, lo Sagrado mismo.

A este Sagrado puro y vacío (La muerte) a que nos abandona el misterio de la retirada de los dioses, quiere dedicarse con un deseo inmoderado la palabra de Hölderlin. Ese tiempo de la noche debe convertirse en el lugar donde la luz se hace, “la intimidad donde el eco de la profundidad vacía se hace palabra” (Blanchot). Es la locura de la palabra poética que considera como un deber nombrar lo Sagrado, tal como lo expresa con espléndido rigor en los versos de su himno Germania:

“Nombra lo que está ante tus ojos,
Por más tiempo no debe morar en el misterio
Lo inexpresado.
Velado hace tanto;
Pues a los mortales corresponde
Hablar con reserva de los dioses,
También eso es sabiduría.
Pero si más abundante que las fuentes puras
El oro fluye y cuando al cielo la cólera exaspera.
Se requiere que entre día y noche
Alguna vez aparezca una verdad.
En triple metamorfosis transcríbela,
Mas siempre inexpresada, tal como es,
Inocente, así debe permanecer”.

En estos versos se expresa la exigencia suprema del poeta. Es necesario que lo inexpresado se desvele, no debe morar más tiempo en el misterio. Incluso es un deber: “Te nombramos, sagradamente obligados, te nombramos a ti Naturaleza”. Se requiere que entre el día y la noche, entre el dios y el hombre aparezca la verdad de lo Sagrado. Es ahora absoluta la necesidad de nombrar y transcribir. Necesidad que Hölderlin considera que es la ley de lo sagrado mismo, cuando afirma en el fragmento Lo más Alto que la mediatez rigurosa es la ley. Sin embargo, a pesar de la mediación de la palabra, lo inefable deberá permanecer siempre inexpresado, pues también eso es la ley: “Mas siempre inexpresada, tal como es. Inocente, así debe permanecer”.

El poeta debe hablar, pero a condición de que lo Sagrado permanezca desconocido. Debe hablar dejando inexpresado lo que tiene que decir, irrevelado lo que muestra. Supone siempre una relación donde lo desconocido estaría afirmado, manifestado bajo la palabra que lo mantiene desconocido. Es la locura de la palabra que da noticia de lo desconocido en su incesante proximidad. Por eso el habla del poema no es una aprehensión de lo Sagrado, sino a lo sumo su indicación o señalamiento. Al modo de Heráclito cuando dice del habla que no expone ni oculta, sino que indica, o al estilo de los oráculos que son oráculos por signos, tajos o incisiones en el texto de la naturaleza.

“Que lo Sagrado sea mi palabra”, tal es la invocación de la locura del poeta, como el camino para acercarse a lo inaccesible, para que lo infundado llegue ser fundamento de la vida de los mortales, para que el abismo del día sagrado llegue a ser la claridad que hace surgir y construye mundo. La locura de Hölderlin que repite sin cesar de forma trágica: mucho queda por decir, mucho por retener, por contener (Vieles aber ist zu behalten). El poema es, en efecto, el poder de reunir o de dar un fundamento lo bastante firme para que lo sagrado venga a la apariencia y perdure en el acuerdo vacilante de la palabra.

Nombrar lo posible, responder a lo imposible afirma Blanchot, para designar la tarea de la poesía. Esa otra relación con el Afuera, lo Sagrado, que no sería en términos de poder como en la filosofía, sino de imposibilidad como “aquel no-poder que no sería la simple negación de poder”. Hölderlin nombra el Todo de la Naturaleza, la divinamente hermosa, para responder a lo Sagrado. Nombra en la sobriedad de un lenguaje las cosas de la naturaleza, para tornarlas el eco de la profundidad vacía de lo desconocido: “El pan es el fruto de la tierra, pero bendecido por la luz. Y del dios tronador viene la alegría del vino”. Responder a lo Sagrado mediante la palabra no es, para él, apaciguarlo en hermosos nombres, y así apartarnos cada vez más de la presencia pasajera para afirmarnos en un mundo a la medida de nuestro saber, sino mantener abierta su desgarradura, la esperanza anhelante de su presencia.

Experiencia de lo Sagrado que, por haber sido hablada, tiene necesariamente que ser expiada por los dioses, por el hecho de haber caído el poeta en la desmesura del lenguaje:

“…lo sentencian
A que su propia casa
La destruya y lo que tiene por más querido
Lo trate como enemigo y al padre y al hijo
Lo sepulte bajo los escombros”.

El hecho de que lo sagrado sea palabra significa la desaparición del poeta como sujeto:

“El poeta se destruye, y destruye el lenguaje que habita, y ya no tiene ni antes ni después, suspendido en el vacío mismo” (Blanchot).

El lenguaje ya no es ninguna casa del Ser, como en Heidegger, sino ruina, intemperie, desierto abierto a la ausencia infinita de la muerte. Su disimulación en las palabras neutras que hablan –como afirma Alejandra Pizarnik– cuando a la casa del lenguaje se le vuela el tejado y las palabras no guarecen.

La muerte es el poema, el momento en que el lenguaje se vuelve loco y sentencia a Hölderlin a su desaparición. El oscuro combate entre su palabra y la presencia repentina de lo Sagrado, que lo aparta de todo poder de identidad. El límite extremo del sufrimiento que compartía con los dioses, pues estos también se hallan abandonados a lo Sagrado, al Eros del tiempo. Ese sufrimiento que significa la pasión del exterior, en lo que está en juego algo radicalmente otro, pero de ningún modo la de un ser trascendente, sino la presencia inmediata, la del cuerpo sensible que pasa y nunca deja de pasar, esta vida sencilla a flor de tierra, pero que tiene el don de alegrar nuestro infierno. Pues, como afirma Blanchot

“Hölderlin no se complació en la celebración del sufrimiento y la desgracia. Del mismo modo que ha sido llamado por el día y no por la noche, busca también la concordia y la alegría, y si llega a la plegaria es para obtener un momento, un breve momento de reposo, para que la luz no lo consuma antes de tiempo, para que no lo sobrecoja de inmediato en sus profundidades. Pero, ¿qué podía él? No era dueño de rehusar su libertad, y a esta libertad de su existencia poética que le condena a la indigencia de una existencia puramente por venir y, a la vez, a la prueba terrible de ser el lugar de la oposición extrema, no sólo nunca se sustrajo sino que la comprendió como ningún otro, se transformó con ella, llegó a ser ella y sólo ella, cosa que nadie ha hecho con una modestia tan pura, con una grandeza tan cumplida. Soportar la plenitud del día, cargar sobre sus espaldas ese peso de leños que es el cielo, él supo lo que costaba y pagó el precio, no porque el sufrimiento sea sagrado en sí mismo, digno de sufrirse, sino porque quien quiere ser mediador debe ante todo ser desgarrado, quien quiere asumir el poder de la comunicación debe perderse en lo que transmite y sin embargo sentirse incomunicable, y porque, en fin, aquel, sobrecogido por la exaltación del espíritu, se convierte en la voz del espíritu, debe tomar sobre sí, peligrosamente, el origen injustificable, el oscuro comienzo del despliegue universal:
Cuando los dioses se muestran de verdad –dice Hölderlin–, cuando el hombre tiene a la vista lo que se revela, no lo conoce ni lo ve. Le es preciso soportar, sufrir; entonces viene a él un nombre para lo que es más querido, entonces en él las palabras se vuelven flores”.

1 Cf., el comentario de Heidegger en su ensayo sobre el poema Como cuando en día de fiesta (Heidegger, Interpretaciones a la poesía de Hölderlin, Madrid: Alianza editorial, 2005).

lunes, marzo 10, 2008

Friedrich Hölderlin, el emisario de “los celestes”



1 La poesía como vocación: “fuego del cielo”
La tarea que Hölderlin (1770-1843) llevó a cabo a lo largo de toda su vida y contra toda circunstancia, incluso en sus cuarenta años finales de locura, fue la de poetizar. A ella se entregó con entusiasmo, como si de una misión sagrada se tratara, atribuyéndose el papel de mensajero de un mundo superior. Así creyó cumplir con su destino y con los dictados de su naturaleza.
Su vocación de poeta ya la manifestó en su época juvenil, en los años que pasó en el seminario de teología protestante de Tübingen, con la composición de elegías y odas, a la manera de Schiller, al que consideraba su maestro. Después de finalizados sus estudios, su madre confía en que los esfuerzos de tantos años de privaciones, darán su fruto y que le abrirán camino para un buen puesto civil (una cátedra universitaria) o eclesiástico (una vicaría). Pero ese muchacho “dulce y humilde”, en palabras de los que le conocieron, no está dispuesto a admitir compromiso profesional alguno, a pesar de la tristeza que le produce decepcionar a la madre. Desde el despertar de su vocación y hasta los momentos finales de su vida, decide que su entrega a la poesía le exige romper los ligámenes con lo “prosaico” de la existencia terrena, la vida vulgar no merece ser vivida; a lo que desea entregar su vida toda es a lo “sublime” de su vocación. Entre lo prosaico y lo sublime, entre la tierra y el cielo, se encuentra suspendido el espíritu de Hölderlin.
Esta dicotomía será la primera a la que voy a referirme para tratar de internarnos en su vida y su obra. A este primer par de nociones contrapuestas, seguirán otras a lo largo de este escrito, porque las lecturas reiteradas del inmenso poeta alemán me sugieren siempre juegos de fuerzas contrarias, conceptos contrapuestos en armonía o discordia, alternancias, sustituciones, intentos de reconciliación, nuevos desgarros. No se si ésta es la ley oculta que gobierna su espíritu y su producción, pero me atrevo a proponerla como llave hermenéutica, aún a sabiendas de que toda interpretación de una obra de arte es siempre una tentativa parcial, precedida por otras, y a la que seguirán otras nuevas, ya que el proceso de las interpretaciones es infinito o está siempre infinitamente diferido.
Ante esta primera antinomia, Hölderlin no albergó nunca dudas acerca de su elección. Eligió la vía sublime de su tarea sagrada, ya que su espíritu deseaba conservarse “puro”, aunque ello le obligase a renunciar a todo lo que la prosa del mundo ofrece a los hombres (trabajo remunerado, situación social, familia y amor). Su compensación sería la de poder aproximarse a lo divino, aunque ello entrañase un peligro, un peligro que él consideraba purificador. Estar expuesto a “los rayos del dios” y “con la cabeza descubierta” era la actitud exigida a su tarea de poeta. Los rayos del cielo es como llama Hölderlin a lo que los griegos llamaron inspiración.

Hija del Caos sagrado, aquella
que todo lo crea, la inspiración

Estos versos pertenecen al himno que comienza: Como cuando en día de fiesta... Vamos a adentrarnos en este poema en el que aparecen las ideas expuestas con anterioridad. Los himnos están considerados, por la mayor parte de los estudiosos de Hölderlin, como su obra tardía, a pesar de que los escribió cuando sólo tenía treinta años. Tanto por los temas, como por su composición métrica, los himnos surgen de las odas y las elegías, que van tendiendo paulatinamente a la forma hímnica, y ocupan una posición anterior a los llamados “poemas de la locura”. La forma métrica de este primer himno, dividido en estrofas, está inspirada por el gran poeta griego Píndaro Y es, como todos los himnos, un canto a la naturaleza y una invocación a los dioses. Comienza así:

Como cuando en día de fiesta, a ver el campo
un labrador va, por la mañana, cuando
de la cálida noche refrescantes relámpagos han caído
sin cesar, y a lo lejos suena aún el trueno,
entra el río de nuevo en sus márgenes,
y fresco el suelo verdea,
y de la regocijante lluvia del cielo
la viña gotea y brillando
en el sereno sol se alzan los árboles del bosque:
así están ellos bajo un tiempo propicio

El ellos del último verso son los poetas. Con lo cual nos introducimos en le tema del himno: la obra del poeta y la relación que mantiene con las fuerzas de la Naturaleza. Para Hölderlin la Naturaleza es sagrada y también lo es la palabra poética, como podemos deducir de la tercera estrofa:

¡Pero ya clarea! Yo lo esperaba y lo veía venir
y aquello que veía venir, ¡Sagrado!, que se me transforme en palabra

Los poetas siguen estando en tiempos favorables al alba (“pero ya clarea”), que ellos presienten, su luz es sagrada e ilumina o inspira el espíritu del poeta. También en la primera estrofa las fuerzas naturales eran benefactoras: “los relámpagos refrescantes”, “la regocijante lluvia”. Pero en la misma tercera estrofa ya aparece un punto de inflexión que avisa de un peligro: “La Naturaleza ya se ha despertado con fragor de armas”. Que puede interpretarse como otra manera de actuar de la Naturaleza, otra fuerza antagónica a la favorable (observemos una nueva contraposición), que ahora puede ser peligrosa. Este podría ser el significado del término “tempestades”, tema de las estrofas siguientes, que aparecen en el poema como “las fuerzas de los dioses” que vagan siempre entre el cielo y la tierra, se transforman en “pensamientos del espíritu común”, para terminar anidando como “un fuego encendido en el alma de los poetas”. En relación con las tempestades aparece el motivo, ya explícito en la séptima estrofa, del “fuego del cielo”.

Y por ello beben ahora el fuego celeste
los hijos de la tierra, sin peligro.
Pero a nosotros nos corresponde, bajo la tormenta de dios,
¡oh poetas!, estar con la cabeza descubierta.

Aunque el tono de todo el himno es de un idealismo esperanzado, ya aparece la duda de si el poeta será capaz de soportar el fuego divino. Indicios de ello vemos en los versos en los que compara el origen de la poesía con el mito de Sémele, madre de Dionisos, que cayó fulminada por los rayos de Zeus, al aparecérsele éste en todo su esplendor. ¿Por qué? Porque ella se empeñó en saber la identidad de su amante nocturno y velado, y a pesar de los avisos de Zeus, insistió en verlo y fue reducida a cenizas por la potencia de sus rayos. Con las siguientes palabras recrea Hölderlin el mito:

Así cayó, según dicen los poetas, cuando ella ansiaba
al dios visiblemente ver, su rayo cayó sobre la casa de Sémele
y la divinamente alcanzada alumbró
al fruto de la tormenta, al sagrado Baco.

¿Será este también el destino del poeta, que se expone, quizás con insolencia, a las tempestades? La insolencia o la hybris del poeta, radicaría en creerse de “corazón puro” e inocente como un niño, como dice en versos posteriores, y con estas dos cualidades poder asir el rayo del padre con la propia mano, y quedar incólume. Aparecería, entonces, una nueva antinomia vivida en la interioridad del alma del poeta, una oscilación entre esperanza y temor, relacionada con la consciencia de inocencia o, pudiera ser, de sacrilegio. Para apoyar esta interpretación, nos referiremos, más adelante, a los últimos versos del himno, que son un añadido posterior a la primera publicación.
La cuestión ha sido controvertida , Heidegger, en su interpretación del himno que estoy tratando de interpretar, a mi vez, no acepta este añadido porque considera que el poema ya estaba acabado y era la “versión definitiva”. Para él finaliza con estos versos:
........................
Ante las tempestades del dios, que se precipitan desde lo alto,
cuando se acerca, permanece firme, sin embargo, el corazón.

Para el filósofo alemán la palabra conductora del poema Como cuando en día de fiesta... es la “Naturaleza, fuerza legendaria, cuyo origen se remonta muy atrás” . Siguiendo esta directriz hace una serie de reflexiones sobre la ’=Vp¬, cuyo sentido originario es “crecer”, “brotar”, “surgir”, para concluir en la acepción de “brotar en lo abierto, encender esa iluminación”. El concepto de lo abierto ya había aparecido en un escrito anterior de Heidegger El origen de la obra de arte (1935) incluida en Caminos de bosque en el que plantea que en medio de lo existente en conjunto (el bosque), mora un sitio abierto, es un “claro de luz” y desde él salen despedidos los entes. En ese medio claro acontece la “verdad” (±ªSPµp±) del arte. Retomando esta idea, ahora lo abierto es la Naturaleza, sagrada, omnipresente y poderosa, que educa a los poetas, por eso las tempestades de lo alto las interpreta como “la claridad que enciende” y así “el cántico tiene la suerte de salir bien”; es decir, lo Sagrado, ya sea la Naturaleza o los dioses “han perdido peligrosidad para los hijos de la tierra” , por eso permanece firme su corazón.
En la interpretación que estoy proponiendo, no veo sólo indicios de la idea de armonía del poeta con la Naturaleza, sino también de desgarros y peligros. Oigamos los versos del añadido a los que aludíamos, que en las versiones actuales que conozco aparecen siempre.

¡Pero ay de mí! si de...
¡Ay de mí!

Y aunque diga,
que me he acercado, a mirar a los celestiales,
y ellos mismos me arrojan a lo profundo entre los vivientes,
cual falso sacerdote, hacia la oscuridad, para que
entone a los que quieran aprender el canto de advertencia.

Dos lamentos elegíacos entrecortados: el primero, inconcluso, al segundo, sin embargo, sigue una explicación. La proximidad de los dioses, el efecto del rayo sagrado soportado con la cabeza descubierta, ¿es sacrilegio o impiedad? Así parece, cuando advertimos que el poeta se llama a sí mismo falso sacerdote, ya no intérprete o emisario de los celestes y habitante de los espacios intermedios, suspendido entre la tierra el cielo. Ahora el poeta ha caído en desgracia, (antes hemos hablado de hybris), ha sido arrojado hacia lo profundo, hacia la oscuridad, y su tarea ha quedado reducida a una admonición, un aviso para aquellos que quieran escucharlo. ¿Aprenderán los poetas o lo tomarán como a una nueva Casandra y se desentenderán de su canto de advertencia?

2 Entusiasmo y melancolía. Reconciliación y escisión

Hölderlin se ha asignado a sí mismo una misión heroica. Su fuerza espiritual es el entusiasmo, la facultad de concentrar su espíritu en el éxtasis o el arrebato, aún a sabiendas de que su “espíritu ascensional” como lo denominaría Bachelard, puede arrojarlo al abismo. Dice Stefan Zweig en un texto curioso, a medio camino entre el ensayo y la biografía novelada, que no ha habido en Alemania una poesía tan ingrávida y alada como la suya, ya que en su fogoso entusiasmo se elevaba y miraba siempre desde lo alto y nunca aprendió a mirar el mundo tal como es. Ese mundo que él canta es un mundo propio o interior, un armonioso más allá “ideal” o patria del alma. El alma del poeta, como una flecha, se dispara hacia lo alto en sus días y horas de inspiración, que las vive como el más feliz y libre de los mortales. Pero una naturaleza como ésta debía estar siempre en una peligrosa tensión, ya que cuando cae en momentos de inactividad creativa, al precipitarse desde tan alto, no cae a lo prosaico de la existencia cotidiana (que rechaza), sino en el sombrío abismo de la melancolía o enfermedad del alma.
Pero el “cantor seraficus del idealismo” como le llama Hofmeister, no trata de apartar de sí la melancolía, como hicieron otros dos poetas, Leopardi o Byron, transmutándola en pesimismo mundano. Su piedad para con el Todo, que es sagrado, le impide renunciar a la parte oscura de su alma en la que, en ocasiones, asoman las tinieblas. ¿Es la alternancia de estados contrapuestos la ley oculta de su espíritu y de su obra? Así parece, ya que podríamos interpretar que esa melancolía, al igual que su entusiasmo, no proceden de sucesos de la realidad exterior, sino que constituyen el núcleo de su espíritu, en estado de hipersensibilidad permanente. Ambas brotan de su interioridad, de su sí mismo, cortadas las amarras con la realidad exterior. Incluso en el episodio de su relación con Diótima (trasunto de su amada Susanne Gontard, madre de su pupilo) puede verse esta contraposición entre exaltación y desgarro. Cuando la conoce, un sentimiento de afinidad, de hermandad espiritual le hacen pensar que es posible vivir en la realidad el mismo estado de armonioso equilibrio que, en ocasiones, vive en su poesía. Pero no sabemos por qué motivo se despide del trabajo y a partir de entonces, e incluso después de su muerte, la cantará en sus versos o en su novela Hyperión, con una infinita añoranza.
Después del apunte biográfico, pasaremos a la obra de Hölderlin, con el sustento de la reflexión filosófica. Vamos a recurrir a dos conceptos, cuyo desarrollo fue tratado con anterioridad : escisión y reconciliación, que aludían a una polémica entre ilustrados y románticos. Los ilustrados estuvieron atentos a los acontecimientos del mundo real, lo cual generó un pensamiento crítico con lo existente, ya fuese en el orden político (antiguo régimen), en el filosófico (filosofía cartesiana, o racionalismo en general) o en el social (desigualdades y falta de libertad de la mayoría). El proyecto ilustrado de la humanidad pretendió una revuelta contra las escisiones y desgarros de la “realidad”, encarnados en la Revolución francesa y sus secuelas. La reacción de los románticos, pasada una primera etapa revolucionaria, fue la de no soportar los conflictos de la realidad y refugiarse en el territorio de lo “ideal”. La filosofía de los románticos fue, pues, idealista y pretendió pensar la reconciliación como sutura de las escisiones del mundo. Así Hegel habló de “superación” desde la perspectiva del Espíritu absoluto, e igualmente Shelling, que sustenta su idealismo transcendental en el acto supremo de la Autoconsciencia u “odisea del Espíritu”. Su reflexión estética llegó a concebir el arte como paradigma de toda unidad reconciliada.
¿Y el caso de Hölderlin? En su vida ya sabemos que oscilaba entre el entusiasmo y la melancolía; en su obra aparecerá también una alternancia entre la armonía reconciliada y otras fuerzas contrarias y disgregadoras. Esta idea de la alternancia la denominé, en un escrito anterior , con el término trágico. Este concepto aparece en un breve ensayo, Fundamento para el Empédocles (1799) , en el que piensa una Naturaleza de carácter trágico en la que se da siempre una lucha de fuerzas contrapuestas, mezcla y disgregación de elementos. Las fuerzas que se alternan las denomina lo aórgico y lo orgánico, términos de acuñación propia. El imperio de lo aórgico se da cuando actúan las fuerzas disgregadoras, lo orgánico tiende a la unificación. En La muerte de Empédocles, a la que denomina “oda trágica” estas dos fuerzas contrapuestas que actúan en la Naturaleza son: “el odio aniquilador y la concordia conciliadora”, de clara filiación empedocleana. El filósofo griego de Agrigento, alter ego de Hölderlin, por las razones que luego aduciré, pensó en dos fuerzas: Oµpfø¬ (“odio”, “disgregación”, “discordia”) y ’pªp± (“amistad”, “amor”) para describir el ciclo cósmico de unificación y separación perpetua de los elementos.
El juego de fuerzas contrapuestas en el seno del Todo, que dan lugar a escisiones y reconciliaciones, en alternancia constante, llevan a Hölderlin a la convicción de que en cada época del mundo el dolor es inseparable del placer, la hostilidad de la amistad más placentera; y cada estadio es siempre transitorio. Cree vivir un tiempo dominado por lo aórgico y la discordia, pero confía en tiempos futuros de sosiego. Los intervalos entre las épocas están llenos de presagios y de signos de los celestes, que el poeta recoge y los transforma en canto. Este es el caso de su himno Fiesta de la paz (1801) escrito, según dicen sus intérpretes, para celebrar la paz firmada por Austria con Napoleón. Los tiempos de bonanza, que él canta en su himno, aún no han llegado, pero él como poeta, ya los presiente.

Reconciliadora, a la que nadie creía
ahora estás aquí, una figura amiga ante mí
adoptas, inmortal, pero lo elevado
yo reconozco

Pero esa paz, a la que alude veladamente, no es más que una utópica esperanza, ya que sólo la alcanzará en algunos fragmentos de su poesía. Para Hölderlin, esas fuerzas contrapuestas no actúan sólo en la Naturaleza, e impregnan las épocas, sino que también en el interior del alma del poeta hay conflictos entre fuerzas o estados de ánimo que se suceden y suplantan los unos a los otros.
Esta alternancia de estados ha de reflejarse necesariamente en su obra. En el escrito preparatorio para su oda trágica, ya citado, describe los que denomina “tonos fundamentales” (o estados del espíritu) que deberán sucederse: el primero es el de exaltación: “el más alto fuego”, “que ha traspasado su límite” y “está por encima de la medida”. El tono que debe continuar en la oda es el que describe como de “tranquila sensatez”. El tercer tono “es el ideal, que unifica a los contrarios” y posteriormente una vuelta al principio ¿No podemos ver aquí la que he llamado ley de la alternancia, formulada en las propias palabras del “poeta del poeta” como denomina Heidegger a Hölderlin?
Finalmente, el paralelismo encontrado entre el alma del poeta alemán y su interpretación de la del filósofo griego Empédocles, lo podemos investigar a partir del concepto de =<¡p¬. Volvamos a los versos finales añadidos del himno Como cuando en día de fiesta, al que hemos tomado como eje del presente escrito. En ellos el poeta se sentía “cual falso sacerdote” por haber perdido la gracia de los dioses y habíamos hablado de su posible causa: “insolencia” o hybris. Pero aún cabe preguntarse el porqué ha hecho irrupción, en el ánimo del poeta, la desesperación y la desconfianza de poder soportar con la cabeza al descubierto los rayos celestes de la inspiración. Para ello vamos a recurrir al esbozo en prosa de los versos del himno, los que según Heidegger eran la versión definitiva. Rezan así:

Pero si el corazón me sangra de una herida por mí mismo causada, y la paz está profundamente perdida, y el humilde contento, y el desasosiego, y la carencia me empuja a la abundancia de la mesa de los dioses...

La herida a la que alude y que le hunde en el desasosiego, no se la ha causado el dios, sino el propio poeta a sí mismo. ¿Por qué?, ¿cuál es la falta del poeta? Su propia “carencia”, que le hace acercarse a los celestiales, no como servidor y simple emisario, sino para disfrutar de “la abundancia de la mesa de los dioses”. Y la abundancia, como el rayo de Zeus a Sémele, puede aniquilar. La proximidad excesiva al “más alto fuego” a la que se siente empujado el indigente poeta, le ha hecho traspasar su propio límite de tolerancia, por ello es consciente de su insolencia y se siente sacrílego.
En la interpretación que hace de Empédocles también lo presenta como sacrílego, como un nuevo Prometeo (figura predilecta de los románticos), porque al igual que el titán protector de los humanos, trató de revelarles secretos de los dioses, y de esa forma buscó su propia condena. El drama La muerte de Empédocles podría sintetizarse como sigue: durante un número de años innominado se ha comportado como un Dios y ha creído poder dominar a la Naturaleza y embelesar a los humanos. Sólo se apercibe de su hybris cuando nota que falla su antigua clarividencia, también las fuerzas físicas le fallan y entonces comienza el abandono de los hombres y también de los dioses “¡Qué dolor!, solo, solo, solo” repite el desdichado en punzante y angustiosa consciencia del hombre superior, que se sabe incomprendido, profeta fallido. Entonces busca el camino de la expiación y de un modo voluntario se lanza al volcán Etna, buscando la muerte, que para él es purificación y liberación, ya que renacerá a la vida eterna.
La influencia del pensamiento de Empedocles en la obra de Hölderlin es manifiesta, seguramente por las lecturas del filósofo griego que haría para escribir acerca de él, y con el que finalmente se identificaría por su destino trágico. La intención de Hölderlin es presentar al personaje de Empédocles como un mortal aquejado de hybris, porque “ha traspasado su límite”, está “por encima de la medida”, “cae en la desmesura” , con lo cual será castigado (aparece Némesis, en el texto), pero, y en ello insiste reiteradamente, ese es su destino, más aún, el destino de su tiempo, que él encarna.

Los problemas del destino en el que él creció debían resolverse aparentemente en él, y esta solución debía mostrarse como una solución temporal aparente, como ocurre más o menos en todos los personajes trágicos.

También el destino de Hölderlin es trágico en el sentido interpretado de la eterna oscilación entre las fuerzas sagradas benefactoras del fuego celeste y otras fuerzas contrarias y oscuras del destino o la necesidad, que le empujan a la destrucción. Éste es el destino heroico de su vocación de poeta.

3 Poesía y filosofía: una religión estética

Los escritos de Hölderlin, a los que hemos aludido hasta ahora, son poemas, o escritos preparatorios para ellos. Estos segundos contienen un pensamiento filosófico evidente, aunque no podríamos denominarlo como sistema, ya que a veces son intuiciones fragmentarias si desarrollar. Si ahora nos planteamos la relación entre poesía y filosofía, que aparece en su obra, parece que la reflexión filosófica está puesta al servicio de su vocación poética. Esta superior jerarquía de la poesía sobre la filosofía es la que aparece en su novela Hiperión o el eremita en Grecia .
El argumento es como sigue: un joven griego, educado por Adamas (posible alusión a Schiller, al que consideró un tiempo su maestro, como recordaremos) en los ideales de belleza y libertad, se alista a la causa griega en su lucha de independencia contra los turcos (1770). Algunos autores hablan de una referencia velada a la desilusión que le produjo la Revolución francesa, que concuerda con el tono de fracaso que muestra en la novela acerca de sus operaciones bélicas fallidas. El joven Hiperión conoce en ese periodo a su amada Diótima, que después muere, pero a la que seguirá evocando e interpelando. Aún impulsado por la esperanza va a Alemania, país en el que esperaba encontrar consuelos, pero también se decepciona y vuelve a Grecia, desde donde escribe una serie de cartas dirigidas a su amigo Belarmino, en recuerdo de los hechos pasados.
En la última carta del primer volumen del Hiperión se plantea la citada relación entre poesía y filosofía. La carta comienza en estado de exaltación. “Hay horas grandes en la vida”, dice, que se convierten en hermanas y ya no nos abandonan jamás. Esas horas se refieren al viaje, con carácter de vía iniciática, proyectado con Diótima y los amigos, a la ciudad de Atenas, que da lugar a una disquisición sobre la cultura griega. Por su educación y su vida en democracia, el hombre griego fue semejante a un dios: “Y cuando es un dios es hermoso” capaz, por tanto, de crear, a su vez, belleza. Dice la carta:

El primer hijo de la belleza humana, de la belleza divina, es el arte. En él se rejuvenece y se perpetúa a sí mismo el hombre divino. Quiere sentirse a sí mismo, por eso coloca su belleza frente a sí. Así se dio el hombre a sí mismo sus dioses (....) La segunda hija de la belleza es la religión. Religión es amor a la belleza.

La trama de las relaciones entre los elementos nombrados que nos permiten hablar de una religión estética son las que siguen: hombres y dioses son hermanados por Hölderlin en la belleza. Detengámonos a pensar qué significado puede tener para él el término belleza. Podríamos pensar, tal vez, en una filiación platónica. No solamente por la presencia de Diótima, la sacerdotisa y maestra en los misterios de Eros, que conduce a Sócrates en el diálogo El banquete de Platón; sino porque tal término parece tener el estatuto de la Idea. ¿Por qué? Porque la “belleza eterna” procrea, sus dos hijos son el arte y la religión de los griegos. Pero se trataba de una religión sensible, para sentirse a sí mismos, dice el texto Y este aspecto ya no sería platónico, sino propiamente una añadido de época. En efecto, los románticos consideraban fundamental el papel que jugaban los sentimientos, frente al intelectualismo ilustrado. En Kant, por ejemplo, el juicio estético es un sentimiento y en Schiller, que sigue estos presupuestos kantianos, la educación de los sentimientos formaba parte de su programa pedagógico-político-estético de emancipación de la humanidad. Y sabemos que para Hölderlin este último fue su admirado maestro de juventud. En este sentido hemos hablado de religión estética o religión sensible como aquella que cultiva el “amor a la belleza”.
Aceptado, pues, que los griegos fueron un pueblo poético y religioso, un interlocutor le pregunta a Hiperión cómo es posible que fuese, a la vez, un pueblo filosófico. No se explica qué tiene que ver la “fría excelsitud de esa ciencia” (en referencia a la filosofía) con la poesía. E Hiperión le contesta con convicción que la poesía es el principio y el fin de la filosofía. ¿Qué significa esta afirmación? No que la filosofía sea un segundo estadio o una especie de maduración de la poesía, como si ésta estuviese en un estado más ingenuo que exigiese un perfeccionamiento gracias a la reflexión filosófica, y a partir de ese enriquecimiento pudiese volverse, de nuevo, a la poesía. La explicación hay que buscarla, creemos, por otras vías, en las palabras de Hiperión-Hölderlin. Porque...

La época de la belleza había sonado entre los hombres, estaba allí en cuerpo y alma, existía lo infinitamente acorde (...) y lo así reconocido darlo como ley en los múltiples dominios del espíritu.

La época de la belleza es, probablemente una alusión al mito de la “Edad de oro”, pasada y por venir, al que eran tan afectos los románticos (filósofos de la naturaleza, poetas, místicos, creadores y pensadores) . En todos ellos presidía un ideal de Armonía y Unidad: “lo infinitamente acorde”. Los poetas y los filósofos, a los que se refiere el texto, son los que reconocen ( ¿es una alusión el concepto de reminiscencia de Platón) ese período mítico en que imperaba la belleza, y lo dan a conocer en “los múltiples dominios del espíritu” (es decir, en la poesía y la filosofía). Pero los poetas son superiores a los filósofos, porque no se alimentan como ellos del “seco pan de la razón”, sino que la desdeñan, porque en secreto se regalan en la sobreabundancia de “la mesa de los dioses”.
Hölderlin se alimentó con el néctar y la ambrosía de los celestiales, y al final de su existencia terrena, cuando firmaba sus aún extraordinarios versos como “el humilde Scardanelli”, el hombre prosaico ya estaba muerto, pero cumplió su anhelo sublime de ser siempre poeta, sólo poeta.

Comentarios

No hay necesidad de templos, no hay necesidad de filosofías complicadas. Nuestro propio cerebro, nuestro propio corazón, es nuestro templo. Mi filosofía es la bondad. Dalai Lama

seres humanos

Los seres humanos no nacen
para siempre el día en que sus
madres los alumbran,
sino que la vida los obliga
a parirse a sí mismos una y otra vez.

Gabriel García Márquez (1927-?)


Porque escribí