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Comentarios literarios

sábado, julio 15, 2006

PALABRA Y CREACION

CONVERSANDO SOBRE:


1. Palabra y Creación Literaria
2. El lenguaje literario y el científico son irreductibles
3. La ciencia no es en sí misma poesía
4. La filosofía y la literatura comparten la palabra como materia prima
5. La mala literatura ha existido siempre
6. Los poetas tienen una idea anticuada de la novela
7. En la novela, la palabra no es sonora sino semántica
8. El estilo es la impronta personal del autor


Palabra y creación literaria:
Deslindar el uso instrumental de la palabra del uso creador o literario no es siempre sencillo. En la vida corriente escuchamos con frecuencia frases de gran perspicacia y expresividad. O de una gracia fuera de lo común. O de una inusual belleza. Pero esas afortunadas personas de brillante expresión oral no suelen escribir y, cuando lo hacen, como en virtud de una extraña justicia distributiva, la magia de sus palabras suele esfumarse según van siendo escritas, incompatible, se diría, con la frialdad del papel en blanco.
A veces, para que se produzca esa difuminación de contornos entre uso instrumental y uso creador de la palabra, ni siquiera es precisa esa particular brillantez oral. A semejanza de lo que sucede con la poesía primitiva, de expresión balbuceante, la exposición sencilla de un acontecimiento determinado es susceptible por sí misma de causarnos una impresión duradera. Recuerdo, por ejemplo, la historia que me contó un campesino, convencido de que, cuando joven, en una ocasión, había logrado pasar bajo un arco iris.

Tampoco la palabra escrita está libre de confusión; hay ámbitos muy amplios, como el periodismo, que la propician. Pero está claro que el periodismo no tendría razón de ser si su lenguaje no fuese esencialmente instrumental y, en este sentido, no cabe duda de que lo más cómodo para todos es considerarlo un género aparte.

El lenguaje literario y el científico son irreductibles

Más reiterados son los intentos, de un tiempo a esta parte, por establecer una serie de puntos de convergencia entre lenguaje literario y lenguaje científico. A decir verdad, esos intentos parten casi siempre de los científicos, que se lamentan, con razón, de que mientras abundan los hombres de ciencia que son al mismo tiempo grandes lectores, raros son los escritores que conocen mínimamente la actualidad científica. De hecho en los últimos años han sido publicadas varias novelas de éxito de contenido científico, en especial matemático. Pero el resultado, eso sí, es siempre una obra literaria, no una síntesis de dos lenguajes. Y es que todo me hace pensar que andaba sobrado de razón un profesor de matemáticas que tuve en el bachillerato al pedirnos que, al desarrollar un problema, evitásemos en lo posible la literatura, esto es, la palabra. Y basta hojear una revista de física o bioquímica –seguramente no tendría sentido que intentáramos una mayor aproximación-- para darse cuenta de que eso es precisamente lo que procuran los autores de este tipo de trabajos: evitar tener que recurrir a la palabra. Lenguaje literario y lenguaje científico son, creo yo, irreductibles. Y por lo que a mí respecta, los intentos más popularizados de aproximar sus respectivos ámbitos –las novelas de ciencia-ficción o las referidas a un futuro próximo-- son incluso contraproducentes.



La ciencia no es en sí misma poesía

Existe también otro equívoco: el de que la ciencia es con frecuencia, en sí misma, poesía. Esa es la idea que preside por ejemplo la obra del profesor de Oxford, Richard Dawkins, titulada Destejiendo el arco iris. Y a propósito de ese arco iris, nos dice:

Así pues, lejos de haber un arco iris en un lugar determinado en el que las hadas puedan depositar un caldero de oro, hay tantos arcos iris como ojos que contemplan la tormenta. Diferentes observadores que miren el mismo chubasco desde lugares distintos tendrán sus propios arcos iris compuestos con luz procedente de diferentes conjuntos de gotas de lluvia. Para ser exactos, incluso cada uno de los dos ojos del lector ve un arco iris distinto. Y cuando miramos un arco iris mientras viajamos en automóvil por una carretera, lo que estamos viendo realmente es una secuencia de arcos iris en rápida sucesión. Pienso que si Wordsworth hubiera sabido todo esto, podía haber mejorado sus versos: «Mi corazón salta cuando contemplo un arco iris en el cielo».

Sólo que lo que Dawkins nos describe es un fenómeno natural, carente de intencionalidad, no una composición formada por palabras. Algo sin duda bello, pero a lo que sólo metafóricamente se le puede llamar poético.



La filosofía y la literatura comparten la palabra como materia prima

Mucho más próximo al lenguaje literario que la ciencia está el lenguaje filosófico. Por de pronto, la filosofía comparte con la creación literaria el empleo de la palabra como materia prima. Y hay al menos una obra, El banquete, que pertenece a la vez a los dos géneros, disquisición filosófica al tiempo que creación literaria, ya que su estructura –como señalé en otra ocasión-- es la propia de una novela.

Modernamente, sin embargo, el lenguaje filosófico se ha tornado cada vez más instrumental, necesitado en ocasiones de crear su propio léxico, palabras no ya de significación única sino, en cierto modo, intraducibles. Eso no quita que su propio discurso le haya llevado con frecuencia a cuestiones centrales para la creación literaria ni que los escritores debamos mucho al pensamiento filosófico.

El título de mi novela más extensa, por ejemplo, Antagonía, es de neta inspiración heidegeriana en la medida en que hace referencia a la más elemental de las luchas; la que entabla lo que es para definirse frente a lo que no es; la del niño que inicialmente la protagoniza para establecer los límites que le distinguen del mundo que le rodea; o la de la propia novela para constituirse en mundo autónomo.


La mala literatura ha existido siempre
La palabra únicamente pierde su carácter instrumental en la creación literaria. Si el que la usa lo hace mal, el resultado será un mal poema o una mala novela, pero no por ello dejará de ser creación literaria, literatura, mala literatura.

La mala literatura ha existido siempre y el que ahora resulte acaso más visible poco tiene que ver con las amenazas que de un tiempo a esta parte se ciernen sobre la creación literaria. Tales amenazas son consecuencia de los cambios de hábitos de la sociedad, producto, a su vez, de fenómenos muy complejos que afectan también a otros aspectos de la cultura.

Entre ellos, el cine, un género del que con frecuencia se ha dicho que estaba destinado a suceder a la novela. Pero, ¿cuántas salas de cine quedan hoy en Nueva York? ¿Cuánta gente va al cine en los pueblos? La gente prefiere ver el cine en casa y, en el futuro, los grandes cines que perduren serán utilizados fundamentalmente para dar realce a los estrenos, como si de una ópera se tratara.

El paso de la gran pantalla a la pequeña pantalla afectará, por otra parte –ya lo está haciendo-, a la naturaleza misma de un género que, contra lo que a veces se dice, debe mucho a la novela, si bien no deja de ser cierto que la mala novela debe mucho, asimismo, al cine.
De cualquier forma, la palabra, en el cine, tiene una función esencialmente instrumental, ya que se limita a subrayar o complementar la imagen.

El lenguaje cinematográfico será tanto más puro cuanto menos precise de la palabra. Y viceversa: se recurre a la palabra cuando la imagen falla.

Se trata de algo que he podido experimentar personalmente en mis trabajos como documentalista: la fuerza de la expresión verbal me ha permitido salvar más de una secuencia en la que la calidad de la imagen no respondía a lo esperado.



Los poetas tienen una idea anticuada de la novela
Durante los últimos doscientos años la creación literaria se ha expresado fundamentalmente en dos ámbitos: el de la poesía y el de la novela. En el siglo XIX, de forma muy igualada. En el XX, yo diría que con cierto predominio de la novela, debido a que mientras la poesía parecía iniciar un movimiento de retracción, la novela lo realizaba de expansión, especialmente entre los años 20 y los 70.

Por lo general, poetas y novelistas han permanecido todo ese tiempo escasamente comunicados, sin preocuparse en exceso por lo que pudieran hacer quienes cultivaban un género que no era el propio.

Ahora bien: así como los científicos creen conocer mejor la creación literaria de lo que quienes la cultivan conocen la ciencia así, de modo semejante, cabe afirmar que, a grandes rasgos, los novelistas conocen mejor la poesía que los poetas la novela.

La idea que una buena parte de los poetas tienen de la novela es francamente anticuada: se trataría de entretener, de forma amena, con algún episodio del presente o del pasado, testimonial o no, escrito con gracia y vigor en el detalle y fino instinto de observación.

Es decir: un producto perfectamente prescindible, que poco tiene que ver con las grandes novelas del siglo XIX y, sobre todo, del XX.


Novelas, por otra parte, que esos poetas pueden muy bien no haber leído. Para Gil de Biedma, por ejemplo, no había novelista mayor que Henry James, y las ideas de éste sobre la novela –diferentes pero equiparables a las que pudiera tener su coetáneo Rubén Darío sobre la poesía- eran para el poeta barcelonés algo así como los Evangelios.

También es cierto que completamente distinta era la actitud de José Angel Valente, para quien los grandes hallazgos de la novela contemporánea eran celebrados como propios.

La verdad es que si el poeta tiene razón cuando afirma que la poesía no es literatura sino realidad, una realidad distinta de la cotidiana hecha de palabras, se equivoca cuando admite que determinadas novelas del siglo XX –las de Proust, las de Faulkner-- también son poesía, ya que lo que está haciendo es negar a la novela idéntica capacidad de constituirse en realidad autónoma compuesta de palabras.

Esa es, precisamente, la principal cualidad que distingue a la novela del siglo XX de la novela anterior, por más que, desgraciadamente, tanto la mayor parte de las novelas que se escriben, como de los poemas, sean tan sólo literatura, literatura en el sentido que daba a la palabra mi profesor de matemáticas, materia sobrante, mala literatura.


En la novela, la palabra no es sonora sino semántica
La palabra, en principio, tiene idéntica función y similares cualidades en toda creación literaria, trátese de poesía o de prosa. Pero mientras que en poesía quien habla es el poeta y su papel consiste en transmutar una impresión personal en creación poética merced a la palabra, transmutación de la que hace partícipe al lector, para la novela del siglo XX la tarea es –o fue-- otra: construir con palabras un mundo autónomo paralelo al nuestro, regido por unas leyes que le son propias.

Por otra parte, la palabra, en poesía, se halla próxima a la música, mientras que en novela la capacidad de sugerencia que se busca en la palabra no es tanto sonora cuanto semántica y asociativa, lo que Gertrude Stein denominaba «el perfume de las palabras». Siguiendo el símil musical, yo compararía el poema con la actuación de un solista, y la novela, con la de una orquesta sinfónica, irrupción conjunta de instrumentos de cuerda, de viento, de percusión, eventualmente de voces, bajo la batuta de un director.

Cuando la novela deja de contar una historia ejemplar o entretenida o de dar testimonio de algo, de algo referente a la realidad cotidiana, para construir con palabras ese mundo autónomo al que antes me he referido, el valor de esas palabras experimentan un cambio, pues más que ilustrar, fundan, crean una realidad paralela.

Tal exigencia de un rigor expresivo sólo comparable al de la poesía, otorga inevitablemente a la novela una apariencia invasora, y es entonces cuando se empieza a hablar de novelas que son poesía.


En realidad, fue la poesía la que unos años antes inició un movimiento de signo contrario al romper con las formas tradicionales y acercarse a la prosa en su búsqueda de esa realidad poética situada más allá de la literatura. La obra de Nerval y de Lautréamont, de Rimbaud y Mallarmé, se halla sin duda situada en el origen del cambio que había de experimentar la novela unas décadas más tarde.

Quien mejor supo dar expresión tanto teórica como práctica a ese cambio fue sin duda Proust, admirador de Nerval y Mallarmé a la vez que de Balzac. Si algo reprochaba a éste último era su obsesiva supeditación a la exactitud de la realidad recogida en La comedia humana, lo que no hacía sino restar entidad literaria a la obra.

Puede incluso pensarse que En busca del tiempo perdido es una obra escrita contra Balzac. El resultado no podía ser más deslumbrante: el primer gran ejemplo de la creación de un mundo que no es ilustración de la realidad sino palabra constituida en realidad autónoma.


El estilo es la impronta personal del autor
La clave de semejante alquimia verbal, como bien observó Proust, reside en el estilo. El estilo es la impronta personal del autor, el impulso que aúna estructura, trama argumental y personajes en una sola materia narrativa. Lo que Proust llama tono. Un tono que está únicamente sometido a la voz narradora, es decir, a la voz que expone lo que estamos leyendo. Proust prefería la primera persona en la medida en que permite pasar con la máxima fluidez del pretérito al presente, de la acción a la memoria, a la disquisición o a la descripción de un paisaje o de un interior.

Claro que Proust estaba pensando en la tercera persona utilizada por Flaubert, la del dios-narrador. Y aunque lo que afirma es cierto, también lo es que la primera persona tiene sus limitaciones, que son las propias de un ser humano. Cabe imaginar, en efecto, voces menos sensatas, a mitad de camino entre la primera y la tercera persona, entre la inevitable subjetividad de la primera y la objetividad cenital de un dios ausente. La voz de un perturbado, por ejemplo; o la del inconsciente; o la de un muerto; o la de unas terceras personas ni tan siquiera identificadas. Posibilidades expresivas que no sólo no se excluyen sino que incluso se complementan en el intrincado discurrir del relato.

Conscientes de su fecundidad expresiva, algunos poetas han hecho recurso propio de esa concepción de la novela. Tal es el caso de T. S. Eliot, contemporáneo de Proust y Joyce y uno de los mayores poetas del pasado siglo. Su gran poema Tierra baldía ofrece un excelente ejemplo de semejante simbiosis, joyciano en su concepción, en su desarrollo y hasta en el uso del lenguaje. Así, su relato del desdichado encuentro amoroso entre la mecanógrafa y el oficinista con forúnculos, a cuyo término:

Ella se contempla un momento en el espejo,
consciente apenas de la partida de su amante;
su cerebro formula a medias un pensamiento:
«Bien, ya está; me alegra que todo haya pasado.»
Como aquella hermosa mujer que enfrentada a la locura
da vueltas a solas en su habitación,
ella se acaricia el pelo con gesto automático
y pone un disco en el gramófono.

Difícil, en verdad, dar expresión más acertada a la situación de exilio que puede alcanzar el amor en la vida de cada día; en especial, en el desierto de una gran ciudad.

En el extremo opuesto, el de un relato ajeno a lo que tradicionalmente se ha venido entendiendo por narración, voy a permitirme leer un breve fragmento perteneciente a las páginas finales de Antagonía. En él se relatan los últimos instantes del protagonista de esta parte de la novela. No el final de un encuentro amoroso, como en el fragmento de Eliot, sino el final de una vida; si aquél podía parecer excesivamente narrativo para ser poesía, éste parecerá poco narrativo para pertenecer a una novela:

Más que de anochecer, el cielo se diría propio de uno de esos diciembres del norte, cuando el día amanece para dar apenas paso al crepúsculo, a la larga noche. La brisa se había calmado paulatinamente, como paulatinamente se pierden los rojos y oros de las hojas en el curso del otoño y se despojan las ramas, esas ramas grises en las que la brisa suena más limpia y fluida, inmóviles casi a su paso las afiladas puntas, unas puntas que se hincharán al filo del invierno para irse abriendo al tibio sol de la tarde cuando el invierno se llame primavera, según los campos adquieran una pátina color caramelo y un plumón amarillo y rosa los árboles, brotes que reventarán en pegajosos carmines y dorados si carmines y doradas fueron las hojas caídas, carmín donde hubo carmín y dorado donde hubo dorado, efímera recuperación de las tonalidades perdidas, vigentes tan sólo hasta que prevalezcan los verdes, hasta que los verdes se sumen a los verdes y terminen por imponerse en la espesa fronda, ese entramado que forman las copas de los árboles al integrarse las unas en las otras, la fronda que la brisa infla y matiza al caer la tarde, soplo vivo lo que fue silbido yerto cuando era invierno y la misma brisa de la tarde sonaba en las ramas desnudas, una brisa que se irá aquietando según oscurezca, de abajo a arriba, de las raíces a las hojas y por orden de tamaño, empezando por los arbustos y acabando por los árboles, vides, avellanos, laureles, robles, hayas, tilos y, por último, los altos álamos. Una paulatina quietud, una paulatina oscuridad, un paulatino silencio que los pájaros harán definitivo al callarse de súbito, a semejanza de ese viajero que cae en la cuenta de que está hablando a gritos en el interior de un tren que ya no marcha, que se halla detenido en una apacible estación de pueblo.


¿Dónde se ha visto un banquete en el que los invitados empiecen a comer sin esperar siquiera que el anfitrión haya sido servido? Quelle belle journèe! A mi espalda, el bullicio de los comensales en torno a los blancos manteles; ante mí, el jardín oscuro y tranquilo.

Como habrán podido observar, el párrafo se abre con una alusión a lo que está sucediendo, un anochecer, que súbitamente se abre hasta abarcar la evolución de la vegetación a lo largo de un ciclo anual, para luego volver a ese anochecer concreto; la imagen del tren inmóvil completará el efecto.

De repente, una consideración relativa a los invitados de lo que él cree una fiesta en su honor. Luego, una exclamación en francés suspendida, a modo de ritornello, y un regreso, en primera persona, a la realidad del crepúsculo.

Podría haber escrito simplemente, por ejemplo: «En su agonía las impresiones más diversas se agolpaban en su mente». Pero el resultado no habría sido el mismo. Poesía y novela responden a objetivos diferentes pero ambas hacen idéntico uso de la palabra creadora.


Y el resto es literatura, como diría Verlaine. En el sentido que le daba mi profesor de matemáticas, claro está, cuando decía, «déjense ustedes de literatura». (Madrid).



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