No son los hombres quienes me lo han enseñado, sino un corazón sagrado y amante que me empujó ha¬cia el Infinito.
Ningún poeta alemán ha tenido tanta fe en la poesía y en el origen divino de la misma como Hölderlin; nadie ha proclamado como él la división absoluta que separa a la poesía de las cosas del mundo. Él mismo, todo éxtasis, ha trasladado su propia pureza al concepto poético. Po¬drá parecer raro, pero ese tierno aspirante a pastor de al¬mas tiene un concepto de lo Invisible y un punto de vis¬ta respecto a las potencias sobrenaturales como nadie lo ha tenido desde la antigüedad. Tiene una fe mucho más firme en el Padre Éter y en el Destino que gobierna al mundo que la que sus contemporáneos Novalis y Bren¬tano tuvieron en Cristo. Para él, la poesía es lo que el Evangelio para aquéllos: es la verdad suprema, es el mis¬terio embriagador de la Hostia y el Vino que pone en co¬municación el cuerpo con el Infinito. Incluso para el propio Goethe, la poesía era parte de su vida, pero para Hölderlin es la vida misma y su único sentido; para aquél fue una necesidad puramente personal; para éste es una necesidad religiosa. Hölderlin reconoce en la poesía el aliento divino que anima y fecunda la tierra, la única ar¬monía en la que se sumerge el espíritu para, en dulce bie¬naventuranza, borrar dentro de sí el eterno desacuerdo interior. La poesía llena este angustioso vacío que existe entre las partes elevadas y las regiones más bajas del es¬píritu, entre los dioses y los hombres, de la misma manera que el éter llena y presta color a ese abismo espantoso que existe entre la bóveda estrellada y la superficie de la tierra. Repito, pues, que para Hölderlin no es la poesía un puro adorno de la humanidad, o una postura espiri¬tual, sino que es el único designio de la vida, es el princi¬pio creador que sostiene al Universo. Por eso, el consa¬grar la vida entera a la poesía es la única ofrenda digna de ofrecerse. Y este grandioso concepto explica por sí solo el heroísmo de Hölderlin.
Incansablemente, Hölderlin trata, en sus poemas, de ese mito de la poesía, y hay que insistir en ello para que así sea comprendida la pasión de su responsabilidad y el deseo absoluto que llena su existencia.
Para él, fiel creyente, el mundo se divide en dos par¬tes, según el concepto griego de Platón: arriba están los inmortales, bienaventurados y nimbados de luz, inacce¬sibles a nosotros y que, sin embargo, participan de nues¬tra existencia. Abajo está la masa oscura de los mortales, uncidos a la triste rueda de la vida cotidiana:
Nuestra generación peregrina en eterna noche, como su¬mergida en el Orco, ausente de todo lo divino. Están los hom¬bres como atornillados en su propia actividad, y en el estruen¬do de los talleres sólo oyen su propia voz. Como salvajes, trabajan incansablemente y con brazo duro, pero su labor que¬da siempre infructuosa, estéril, como la de las Furias.
Como en el poema de Goethe El diván, el mundo está dividido en luz y en tinieblas, hasta que llega la aurora y, compadecida de ese tormento, forma una transición, un enlace, entre las dos esferas. Pues la soledad y el aisla¬miento en ese cosmos sería doblemente soledad (soledad de los dioses y soledad de los hombres), si no apareciera una ligazón entre ambas partes, una ligazón que, aun¬que de modo pasajero, reflejase el mundo de arriba en el mundo de abajo. Tampoco los dioses, que marchan ro¬deados de luz en la esfera celeste, tampoco ellos podrían ser felices si su existencia no fuera sentida por alguien:
Ciertamente lo sagrado necesita, para su completa gloria, un corazón humano que lo sienta y lo reconozca, del mismo modo que los héroes sienten la necesidad de ser reconocidos y coronados de laurel.
Así es que lo bajo se siente atraído por lo alto, pero también lo alto tiende hacia lo bajo; la Vida se eleva ha¬cia lo espiritual, pero también lo espiritual desciende hasta la Vida. La Naturaleza no tiene verdadero sentido si no es reconocida por los mortales; si no es amada por los hombres. La rosa no será verdaderamente una rosa mientras no sea acariciada por la contemplación; no hay magnificencia en el crepúsculo si no se refleja en la reti¬na del hombre. Así como el hombre necesita lo divino para no morir, lo divino necesita del hombre para ser realmente divino, y por eso crea testigos de su fuerza y bocas para que le canten alabanzas, bocas de poetas que lo hacen verdaderamente divino.
Esa idea primordial en la filosofía de Hölderlin podría ser muy bien un préstamo recibido de Schiller, pues co¬nocido es el concepto del autor de Los dioses de Grecia:
El gran amo del mundo estaba sin alegría, algo faltaba a su divinidad; por eso creó a los espíritus, que son los espejos afortunados donde se refleja la divina beatitud.
Pero no. ¡Cuán diferente es la visión órfica que tiene Hölderlin del nacimiento del poeta!
Solo y solitario, mudo y triste, estaría en las tinieblas el Padre divino, a pesar de su omnipotencia, a pesar de ser todo pensamiento, todo fuego, si no pudiera reflejarse en los huma¬nos, si los hombres no tuvieran un corazón para cantarle.
No es por ocio o por tristeza, como dice Schiller, por lo que la Divinidad crea al poeta en eso muestra Schi¬ller una idea secundaria de la poesía , sino que, según Hölderlin, es por una necesidad esencial; sin el poeta no existe lo divino, que sólo se forma gracias a él. La poe¬sía aquí se llega hasta el mismo fondo de la ideología de Hölderlin es una necesidad del Universo, no es algo que el Cosmos ha creado, sino que es algo creado con el mismo Cosmos. Los dioses no crean a los poetas como un juego, sino como una necesidad; les son precisos:
Pero los dioses se cansan de su inmortalidad; necesitan una cosa: esa cosa es el heroísmo, la Humanidad. Sí, necesitan de los mortales, porque los seres celestes no tienen conciencia de su ser. Necesitan sea permitido expresarse así que al¬guien les revele su existencia.
Sí, los dioses necesitan a los poetas, pero los humanos, los mortales, también sienten necesidad de ellos, de esos
vasos sagrados donde se conserva el vino de la vida, el espíritu de los héroes.
En ellos se concilia el eterno dualismo del Uni¬verso, el elemento superior con el inferior; ellos saben resolver esa disonancia en la armonía de la unidad, pues...
los pensamientos del espíritu común van completándose silen¬ciosamente en el alma del poeta.
Así el poeta, figura escogida y al mismo tiempo mal¬dita, nacido en el mundo pero saturado de divinidad, se interpone entre los dioses y los hombres y es llamado a contemplar la divinidad para presentarla después a los hombres en imágenes terrenales. El poeta procede de lo humano, pero sirve a lo divino; su existencia es una mi¬sión; es como una escalera armoniosa por la que des¬cendiera a este mundo la divinidad. Gracias al poeta, la Humanidad en tinieblas puede vivir simbólicamente lo divino. Como en el misterio del cáliz, en él, en el poeta, toman los hombres la hostia y beben el vino del cuerpo y de la sangre de lo Infinito. Por eso el poeta lleva la un¬ción sacerdotal y ha de guardar el voto de pureza.
Ese mito constituye, para Hölderlin, el eje intelec¬tual del mundo. Nunca perdió esa fe en lo sagrado de la poesía; por eso también su esencia era sacerdotal, sacra¬mental. Siempre, las poesías de Hölderlin empiezan por una elevación; desde el momento en que su espíritu se dirige a lo poético, se olvida de su propio ser para con¬vertirse en un mensajero que las fuerzas divinas envían a la Humanidad. Aquel que es la «voz de Díos», el «pro¬clamador del heroísmo» o como dice en otra ocasión ¬«la lengua del pueblo, necesita elevación en su discur¬so, porte sacramental y la pureza propia de todo men¬sajero de Dios. Habla, elevado sobre invisibles escalones de un templo, a una multitud también invisible, a un pueblo que existe sólo en sueños, a una nación, en fin, que aún ha de aparecer sobre la tierra, pues lo «ina¬movible son los poetas que la han de fundar». Al callar los dioses, hablan los poetas en su nombre para plasmar la divinidad en la vida cotidiana. Por eso sus vestiduras crujen como las de un sacerdote y, como las de un sacer¬dote, son de limpieza inmaculada; por eso también su discurso tiene siempre un tono elevado. Esa misión de mensajero divino no fue nunca olvidada por Hölder¬lin, a pesar de los embates y desgracias de su vida; sin embargo, ese mito se hizo cada vez más sombrío, hasta convertirse en trágico, y perdió el carácter de optimismo y el sentido de alegre elección, para convertirse sola¬mente en un destino heroico. Lo que al joven se le apa¬recía como dulce bendición, acaba por ser, ya en su ma¬durez, como una grandiosa misión, rodeada de negras nubes, alumbrada por los destellos de la fatalidad y acompañada de los coléricos truenos de las fuerzas mis¬teriosas:
Pues aquellos que nos han otorgado el fuego celeste, es decir, los dioses, nos han dado también el divino sufrimiento.
El poeta sabe perfectamente que ser llamado por los dioses quiere decir renunciar a toda felicidad; el elegido viene a ser como un árbol del celeste bosque que es mar¬cado para que lo reconozca el hacha del leñador. La poe¬sía pertenece a la fatalidad; por eso el poeta sabe que ha de renunciar a lo agradable de la vida y abandonarse mansamente a las fuerzas sobrenaturales. Sólo llegará a ser verdadero héroe aquel que abandone su cómodo ho¬gar para lanzarse en medio del torbellino de la tormenta; no basta ser anunciador de lo heroico y de lo trágico si uno no sabe vivir. Ya lo dice Hyperion:
Haz un solo sacrificio al Genio y verás cómo quedan rotos para siempre los lazos que lo atan al mundo.
Pero sólo Empédocles se da cuenta de la terrible maldición que pesa sobre aquellos que divinamente sa¬ben contemplar lo divino:
Sin embargo, ése ha de destruir su propia casa y destrozar, como si fuera enemigo, lo que le es más querido; y ha de ver se¬pultados en sus escombros a su propio padre y a sus propios hijos; si río, nunca será como los dioses, nunca se verá nimba¬do de su luz.
El poeta está siempre en peligro porque lucha con las fuerzas que no conocen el freno. Es como un pararrayos solitario que recoge toda la exhalación tremulante del Infinito, y ese fuego celeste que recoge lo presenta, en¬vuelto en música, a los habitantes de la Tierra. Está solo, frente a toda la tensión atmosférica del fuego sagrado, y esa fuerza es casi siempre mortal.
No puede el poeta reservarse esa sagrada llama que ha atraído sobre sí, no puede ocultar esa ardiente profecía:
El poeta se consumiría en el fuego celeste, pues nunca ha soportado la divina llama la cautividad.
Por otra parte, nunca puede el poeta revelar lo inde¬cible. Callar lo divino es un crimen, pero también lo es el revelarlo sin ninguna restricción. El poeta debe buscar lo heroico y lo divino entre los hombres, y por eso ha de participar de sus miserias, sin por ello maldecir a la hu¬manidad; debe anunciar a los dioses y proclamar su es¬plendor, aunque ellos, los dioses, lo abandonen a su soledad en las miserias terrestres. Tanto la revelación como el silencio son parte de su sagrada misión. La poesía no es como creía Hölderlin en sus moceda¬des una libertad feliz, un dulce equilibrio, sino un deber amargo, una esclavitud. Quien ha hecho voto de obedien¬cia queda atado para siempre. Nunca más podrá ya arran¬car de sí la ardiente túnica de Neso, y habrá de seguir la suerte de Hércules y de los demás héroes. Los espíritus elegidos por la poesía, lo son para toda la eternidad.
Por eso Hölderlin se da perfecta cuenta de lo trágico de su destino; como en Kleist y en Nietzsche, domina en él, desde muy pronto, el sentimiento de una caída trági¬ca a inevitable, y su siniestra sombra se proyecta ante él con diez años de antelación. Pero ese tierno hijo de pas¬tor protestante, Hölderlin, tiene como Nietzsche, que también era hijo de pastor , el valor y hasta el deseo de medir su fuerza con el Infinito. No trata nunca, como hizo Goethe, de domar a ese demonio interior, ni aun in¬tenta refrenarlo. Mientras Goethe está siempre esqui¬vando su destino, para salvar así el tesoro dulcísimo de la vida, Hölderlin, con su alma de bronce, se lanza a la lu¬cha sin más armas que su pureza. Sin miedo y lleno de devoción (ese dualismo de su vida no le abandonó jamás, ni en la vida ni en la poesía), levanta su voz para recordar a los poetas, hermanos de martirio, lo sagrado de su fe y lo heroico de su responsabilidad:
No debemos desmentir la nobleza que hay en nuestro deseo de modelar esa porción de Infinito que existe dentro de nosotros.
El poeta no puede, no debe querer ahorrar nada de esa felicidad cotidiana que constituye el precio, el mons¬truoso precio que paga por su misión. La poesía es un reto al destino, es devoción y es valentía. Quien habla con los cielos no debe temer a los relámpagos, ni a los truenos, ni tampoco a la fatalidad:
Los poetas debemos entrar con la cabeza descubierta has¬ta el mismo centro de la tempestad. Con nuestra propia mano hemos de tomar el rayo celeste y, envueltos en nuestro canto, transmitir al pueblo ese don divino. Pues sólo nosotros tenemos el corazón puro como el de un niño y sólo nuestras manos son inocentes. El rayo celestial no nos aniquila y, aunque nos sacu¬de de dolor divino, nuestro corazón, eternamente, permanece firme.
Incansablemente, Hölderlin trata, en sus poemas, de ese mito de la poesía, y hay que insistir en ello para que así sea comprendida la pasión de su responsabilidad y el deseo absoluto que llena su existencia.
Para él, fiel creyente, el mundo se divide en dos par¬tes, según el concepto griego de Platón: arriba están los inmortales, bienaventurados y nimbados de luz, inacce¬sibles a nosotros y que, sin embargo, participan de nues¬tra existencia. Abajo está la masa oscura de los mortales, uncidos a la triste rueda de la vida cotidiana:
Nuestra generación peregrina en eterna noche, como su¬mergida en el Orco, ausente de todo lo divino. Están los hom¬bres como atornillados en su propia actividad, y en el estruen¬do de los talleres sólo oyen su propia voz. Como salvajes, trabajan incansablemente y con brazo duro, pero su labor que¬da siempre infructuosa, estéril, como la de las Furias.
Como en el poema de Goethe El diván, el mundo está dividido en luz y en tinieblas, hasta que llega la aurora y, compadecida de ese tormento, forma una transición, un enlace, entre las dos esferas. Pues la soledad y el aisla¬miento en ese cosmos sería doblemente soledad (soledad de los dioses y soledad de los hombres), si no apareciera una ligazón entre ambas partes, una ligazón que, aun¬que de modo pasajero, reflejase el mundo de arriba en el mundo de abajo. Tampoco los dioses, que marchan ro¬deados de luz en la esfera celeste, tampoco ellos podrían ser felices si su existencia no fuera sentida por alguien:
Ciertamente lo sagrado necesita, para su completa gloria, un corazón humano que lo sienta y lo reconozca, del mismo modo que los héroes sienten la necesidad de ser reconocidos y coronados de laurel.
Así es que lo bajo se siente atraído por lo alto, pero también lo alto tiende hacia lo bajo; la Vida se eleva ha¬cia lo espiritual, pero también lo espiritual desciende hasta la Vida. La Naturaleza no tiene verdadero sentido si no es reconocida por los mortales; si no es amada por los hombres. La rosa no será verdaderamente una rosa mientras no sea acariciada por la contemplación; no hay magnificencia en el crepúsculo si no se refleja en la reti¬na del hombre. Así como el hombre necesita lo divino para no morir, lo divino necesita del hombre para ser realmente divino, y por eso crea testigos de su fuerza y bocas para que le canten alabanzas, bocas de poetas que lo hacen verdaderamente divino.
Esa idea primordial en la filosofía de Hölderlin podría ser muy bien un préstamo recibido de Schiller, pues co¬nocido es el concepto del autor de Los dioses de Grecia:
El gran amo del mundo estaba sin alegría, algo faltaba a su divinidad; por eso creó a los espíritus, que son los espejos afortunados donde se refleja la divina beatitud.
Pero no. ¡Cuán diferente es la visión órfica que tiene Hölderlin del nacimiento del poeta!
Solo y solitario, mudo y triste, estaría en las tinieblas el Padre divino, a pesar de su omnipotencia, a pesar de ser todo pensamiento, todo fuego, si no pudiera reflejarse en los huma¬nos, si los hombres no tuvieran un corazón para cantarle.
No es por ocio o por tristeza, como dice Schiller, por lo que la Divinidad crea al poeta en eso muestra Schi¬ller una idea secundaria de la poesía , sino que, según Hölderlin, es por una necesidad esencial; sin el poeta no existe lo divino, que sólo se forma gracias a él. La poe¬sía aquí se llega hasta el mismo fondo de la ideología de Hölderlin es una necesidad del Universo, no es algo que el Cosmos ha creado, sino que es algo creado con el mismo Cosmos. Los dioses no crean a los poetas como un juego, sino como una necesidad; les son precisos:
Pero los dioses se cansan de su inmortalidad; necesitan una cosa: esa cosa es el heroísmo, la Humanidad. Sí, necesitan de los mortales, porque los seres celestes no tienen conciencia de su ser. Necesitan sea permitido expresarse así que al¬guien les revele su existencia.
Sí, los dioses necesitan a los poetas, pero los humanos, los mortales, también sienten necesidad de ellos, de esos
vasos sagrados donde se conserva el vino de la vida, el espíritu de los héroes.
En ellos se concilia el eterno dualismo del Uni¬verso, el elemento superior con el inferior; ellos saben resolver esa disonancia en la armonía de la unidad, pues...
los pensamientos del espíritu común van completándose silen¬ciosamente en el alma del poeta.
Así el poeta, figura escogida y al mismo tiempo mal¬dita, nacido en el mundo pero saturado de divinidad, se interpone entre los dioses y los hombres y es llamado a contemplar la divinidad para presentarla después a los hombres en imágenes terrenales. El poeta procede de lo humano, pero sirve a lo divino; su existencia es una mi¬sión; es como una escalera armoniosa por la que des¬cendiera a este mundo la divinidad. Gracias al poeta, la Humanidad en tinieblas puede vivir simbólicamente lo divino. Como en el misterio del cáliz, en él, en el poeta, toman los hombres la hostia y beben el vino del cuerpo y de la sangre de lo Infinito. Por eso el poeta lleva la un¬ción sacerdotal y ha de guardar el voto de pureza.
Ese mito constituye, para Hölderlin, el eje intelec¬tual del mundo. Nunca perdió esa fe en lo sagrado de la poesía; por eso también su esencia era sacerdotal, sacra¬mental. Siempre, las poesías de Hölderlin empiezan por una elevación; desde el momento en que su espíritu se dirige a lo poético, se olvida de su propio ser para con¬vertirse en un mensajero que las fuerzas divinas envían a la Humanidad. Aquel que es la «voz de Díos», el «pro¬clamador del heroísmo» o como dice en otra ocasión ¬«la lengua del pueblo, necesita elevación en su discur¬so, porte sacramental y la pureza propia de todo men¬sajero de Dios. Habla, elevado sobre invisibles escalones de un templo, a una multitud también invisible, a un pueblo que existe sólo en sueños, a una nación, en fin, que aún ha de aparecer sobre la tierra, pues lo «ina¬movible son los poetas que la han de fundar». Al callar los dioses, hablan los poetas en su nombre para plasmar la divinidad en la vida cotidiana. Por eso sus vestiduras crujen como las de un sacerdote y, como las de un sacer¬dote, son de limpieza inmaculada; por eso también su discurso tiene siempre un tono elevado. Esa misión de mensajero divino no fue nunca olvidada por Hölder¬lin, a pesar de los embates y desgracias de su vida; sin embargo, ese mito se hizo cada vez más sombrío, hasta convertirse en trágico, y perdió el carácter de optimismo y el sentido de alegre elección, para convertirse sola¬mente en un destino heroico. Lo que al joven se le apa¬recía como dulce bendición, acaba por ser, ya en su ma¬durez, como una grandiosa misión, rodeada de negras nubes, alumbrada por los destellos de la fatalidad y acompañada de los coléricos truenos de las fuerzas mis¬teriosas:
Pues aquellos que nos han otorgado el fuego celeste, es decir, los dioses, nos han dado también el divino sufrimiento.
El poeta sabe perfectamente que ser llamado por los dioses quiere decir renunciar a toda felicidad; el elegido viene a ser como un árbol del celeste bosque que es mar¬cado para que lo reconozca el hacha del leñador. La poe¬sía pertenece a la fatalidad; por eso el poeta sabe que ha de renunciar a lo agradable de la vida y abandonarse mansamente a las fuerzas sobrenaturales. Sólo llegará a ser verdadero héroe aquel que abandone su cómodo ho¬gar para lanzarse en medio del torbellino de la tormenta; no basta ser anunciador de lo heroico y de lo trágico si uno no sabe vivir. Ya lo dice Hyperion:
Haz un solo sacrificio al Genio y verás cómo quedan rotos para siempre los lazos que lo atan al mundo.
Pero sólo Empédocles se da cuenta de la terrible maldición que pesa sobre aquellos que divinamente sa¬ben contemplar lo divino:
Sin embargo, ése ha de destruir su propia casa y destrozar, como si fuera enemigo, lo que le es más querido; y ha de ver se¬pultados en sus escombros a su propio padre y a sus propios hijos; si río, nunca será como los dioses, nunca se verá nimba¬do de su luz.
El poeta está siempre en peligro porque lucha con las fuerzas que no conocen el freno. Es como un pararrayos solitario que recoge toda la exhalación tremulante del Infinito, y ese fuego celeste que recoge lo presenta, en¬vuelto en música, a los habitantes de la Tierra. Está solo, frente a toda la tensión atmosférica del fuego sagrado, y esa fuerza es casi siempre mortal.
No puede el poeta reservarse esa sagrada llama que ha atraído sobre sí, no puede ocultar esa ardiente profecía:
El poeta se consumiría en el fuego celeste, pues nunca ha soportado la divina llama la cautividad.
Por otra parte, nunca puede el poeta revelar lo inde¬cible. Callar lo divino es un crimen, pero también lo es el revelarlo sin ninguna restricción. El poeta debe buscar lo heroico y lo divino entre los hombres, y por eso ha de participar de sus miserias, sin por ello maldecir a la hu¬manidad; debe anunciar a los dioses y proclamar su es¬plendor, aunque ellos, los dioses, lo abandonen a su soledad en las miserias terrestres. Tanto la revelación como el silencio son parte de su sagrada misión. La poesía no es como creía Hölderlin en sus moceda¬des una libertad feliz, un dulce equilibrio, sino un deber amargo, una esclavitud. Quien ha hecho voto de obedien¬cia queda atado para siempre. Nunca más podrá ya arran¬car de sí la ardiente túnica de Neso, y habrá de seguir la suerte de Hércules y de los demás héroes. Los espíritus elegidos por la poesía, lo son para toda la eternidad.
Por eso Hölderlin se da perfecta cuenta de lo trágico de su destino; como en Kleist y en Nietzsche, domina en él, desde muy pronto, el sentimiento de una caída trági¬ca a inevitable, y su siniestra sombra se proyecta ante él con diez años de antelación. Pero ese tierno hijo de pas¬tor protestante, Hölderlin, tiene como Nietzsche, que también era hijo de pastor , el valor y hasta el deseo de medir su fuerza con el Infinito. No trata nunca, como hizo Goethe, de domar a ese demonio interior, ni aun in¬tenta refrenarlo. Mientras Goethe está siempre esqui¬vando su destino, para salvar así el tesoro dulcísimo de la vida, Hölderlin, con su alma de bronce, se lanza a la lu¬cha sin más armas que su pureza. Sin miedo y lleno de devoción (ese dualismo de su vida no le abandonó jamás, ni en la vida ni en la poesía), levanta su voz para recordar a los poetas, hermanos de martirio, lo sagrado de su fe y lo heroico de su responsabilidad:
No debemos desmentir la nobleza que hay en nuestro deseo de modelar esa porción de Infinito que existe dentro de nosotros.
El poeta no puede, no debe querer ahorrar nada de esa felicidad cotidiana que constituye el precio, el mons¬truoso precio que paga por su misión. La poesía es un reto al destino, es devoción y es valentía. Quien habla con los cielos no debe temer a los relámpagos, ni a los truenos, ni tampoco a la fatalidad:
Los poetas debemos entrar con la cabeza descubierta has¬ta el mismo centro de la tempestad. Con nuestra propia mano hemos de tomar el rayo celeste y, envueltos en nuestro canto, transmitir al pueblo ese don divino. Pues sólo nosotros tenemos el corazón puro como el de un niño y sólo nuestras manos son inocentes. El rayo celestial no nos aniquila y, aunque nos sacu¬de de dolor divino, nuestro corazón, eternamente, permanece firme.
1 comentario:
Me gustó mucho este artículo, muy profundo y completo, quisiera se difundiese más.
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