En el estudio del pintor austriaco Egon Schiele (1890-1918) había un espejo inmenso. Egon, egocéntrico, se paraba frente a él para estudiarse. Se veía a sí mismo a los ojos con la certeza de no estar observándose según lo identificaba su retina. No miraba su reflejo sino que se veía a sí mismo de nuevo, pero diferente, parecido a un santo, en una suerte de desdoblamiento místico. “Artista es ante todo el superdotado del espíritu, aquel que traduce el aspecto de las manifestaciones concebibles en la naturaleza”, escribió en una ocasión. Artista del ojo, Egon Schiele buscaba y lograba percibir y representar las formas de la realidad más allá de sus límites.
Schiele comentó alguna vez que quería sobrevolar ciudades como un ave rapaz, porque es ésa, la vista de un ave, la perspectiva que le permitiría desarrollar en sus pinturas ángulos imposibles. Basta observar sus polémicos desnudos de posiciones extrañas, los cientos de retratos a mujeres del pueblo, compuestos desde distintos puntos de vista, pero casi siempre desde arriba, aunque en la pintura se resalten ciertos elementos (los pezones, el sexo —vulvas enrojecidas—, los ojos), como queriendo abarcarlo todo. Egon solía utilizar una escalera para lograr estas perspectivas, tomas aéreas de los cuerpos en movimiento.
Para Egon Schiele, el ojo adquiere una importancia más esencial que elemental. El ojo no está ligado únicamente al sentido de la vista, sino, y sobre todo, a la capacidad de videncia. La mirada se expande, es periférica: lo ve todo desde todos lados. Lo observado por el ojo del artista lleva en sí un enigma, una proyección de futuro que debe descubrirse. El objeto deviene sujeto, no sólo es representado: representa. Como expresionista, Egon no intenta retratar la armonía del sujeto en su contexto —éste ni siquiera aparece en ninguno de sus cuadros, conformándose con espacios en blanco o abstracciones de colores—, lo que busca es enfatizar la tensión emocional que conlleva la incertidumbre del destino, la crueldad de un presente que no concluye, la agonía de la espera, la dureza de lo evidente expresadas en el cuerpo humano. Lo obvio es en Egon lo necesario.
El afán de Egon por mirar la totalidad del objeto, en este caso, el cuerpo, y detallar sus posturas, sus dobleces, sus curvas, el ligero roce del hueso con la carne, carnes mancilladas, puede entenderse como el deseo por mostrar la penitencia inherente en cada ser humano de no poder escapar de la realidad de su propio cuerpo. Los desnudos de Egon no buscan ser eróticos, buscan ser reales, pero no en el sentido de ser copiados fielmente del modelo. Reales en cuanto a lo que comunican. El ojo de Egon mira sufrimiento, más específicamente, melancolía. Aquí conviene agregar su famosa frase “todo está muerto en vida”.
Y a pesar de esto, a pesar de esa fatalidad implícita, sí hay erotismo en los desnudos de Egon. En muchas de sus obras, la fuerza erótica se concentra en los ojos. Las modelos por lo general aparecen viendo de frente, hacia el pintor, primero, hacia el espectador, después. Lascivas se exponen, abren sus piernas, arquean espaldas, se tuercen, se entrelazan. Lúdicas se abrazan, juegan a ese amor terrible, el amor que se padece. Y lúcidas se saben observadas y miran al que las mira. Tal y como comenta Mario Vargas Llosa acerca del símbolo del ojo en Historia del ojo de Georges Bataille, los ojos de las modelos de Schiele se convierten en sexo que mira, no sólo que es observado. Excita la violencia con la que se muestran; en la conciencia de su desnudez se devela lo oculto, lo que no se quiere admitir.
Porque en cada modelo de Schiele es posible encontrar su necesidad de entender la dialéctica del cuerpo con la mismidad de cada persona. El arte de Egon es un anhelo de entender a la humanidad en lo más básico. Y empieza por intentar abarcarse a sí mismo. Shiele realizó más de cien autorretratos, en los cuales aparece por lo general desnudo, frágil, esquelético; pero en otras ocasiones, es Jesucristo o San Sebastián atravesado por flechas. Aparece, también, viendo de frente. Modelo de sí mismo se moldea. Se mira y se recrea. Como en el espejo, su otro yo lo mira de frente con los mismos ojos que lo observan. Su relación con el ojo deriva, pues, de esta obsesión. “Cuando me vea en mi totalidad, tendré que verme yo mismo, saber yo mismo qué es lo que quiero, no sólo lo que me ocurre, sino hasta dónde llega mi capacidad de ver.”
Maurice Blanchot dice que “ver supone una distancia”, pero cuando esa distancia se convierte en encuentro, cuando ver algo es rozarlo y se genera un contacto a distancia, entonces surge la fascinación. Schiele, fascinado por la/su imagen, se aleja de sí, de sus modelos, para verdaderamente tocarse. Dentro de este proceso, ¿dónde queda el ojo de Egon? Por los aires, atisbando siempre, voyeur de sí mismo, el ojo mira lo mirado, y al verlo, se observa.
Visiones (Fragmento)
Egon Schiele
Todo me agradaba, quería mirar a
los hombres iracundos con cariño para
que sus ojos tuvieran que hacer lo mismo y
quería hacer regalos a los envidiosos
y decirles que yo era fútil.
Oí suaves vientos abultados
pasar por líneas de aires;
y la muchacha que leía quejumbrosa y a los niños
que me veían con ojos agrandados y devolvían
mi mirada con cariño.
Y las nubes lejanas miraban
hacia mí con buenos ojos con arrugas.
Las blancas, pálidas muchachas me mostraron
su pie negro y la liga roja
y hablaron con los dedos negros. Pero yo
pensaba
en los mundos lejanos, en flores-dedos
y mañanas mojadas. Apenas sabía si yo mismo
estaba allí. Vi
el parque amarillo, verdoso, verde azulado, verde
rojizo, verde tembloroso, verde soleado, verde
avioletado
y escuché los floridos
azahares.
Schiele comentó alguna vez que quería sobrevolar ciudades como un ave rapaz, porque es ésa, la vista de un ave, la perspectiva que le permitiría desarrollar en sus pinturas ángulos imposibles. Basta observar sus polémicos desnudos de posiciones extrañas, los cientos de retratos a mujeres del pueblo, compuestos desde distintos puntos de vista, pero casi siempre desde arriba, aunque en la pintura se resalten ciertos elementos (los pezones, el sexo —vulvas enrojecidas—, los ojos), como queriendo abarcarlo todo. Egon solía utilizar una escalera para lograr estas perspectivas, tomas aéreas de los cuerpos en movimiento.
Para Egon Schiele, el ojo adquiere una importancia más esencial que elemental. El ojo no está ligado únicamente al sentido de la vista, sino, y sobre todo, a la capacidad de videncia. La mirada se expande, es periférica: lo ve todo desde todos lados. Lo observado por el ojo del artista lleva en sí un enigma, una proyección de futuro que debe descubrirse. El objeto deviene sujeto, no sólo es representado: representa. Como expresionista, Egon no intenta retratar la armonía del sujeto en su contexto —éste ni siquiera aparece en ninguno de sus cuadros, conformándose con espacios en blanco o abstracciones de colores—, lo que busca es enfatizar la tensión emocional que conlleva la incertidumbre del destino, la crueldad de un presente que no concluye, la agonía de la espera, la dureza de lo evidente expresadas en el cuerpo humano. Lo obvio es en Egon lo necesario.
El afán de Egon por mirar la totalidad del objeto, en este caso, el cuerpo, y detallar sus posturas, sus dobleces, sus curvas, el ligero roce del hueso con la carne, carnes mancilladas, puede entenderse como el deseo por mostrar la penitencia inherente en cada ser humano de no poder escapar de la realidad de su propio cuerpo. Los desnudos de Egon no buscan ser eróticos, buscan ser reales, pero no en el sentido de ser copiados fielmente del modelo. Reales en cuanto a lo que comunican. El ojo de Egon mira sufrimiento, más específicamente, melancolía. Aquí conviene agregar su famosa frase “todo está muerto en vida”.
Y a pesar de esto, a pesar de esa fatalidad implícita, sí hay erotismo en los desnudos de Egon. En muchas de sus obras, la fuerza erótica se concentra en los ojos. Las modelos por lo general aparecen viendo de frente, hacia el pintor, primero, hacia el espectador, después. Lascivas se exponen, abren sus piernas, arquean espaldas, se tuercen, se entrelazan. Lúdicas se abrazan, juegan a ese amor terrible, el amor que se padece. Y lúcidas se saben observadas y miran al que las mira. Tal y como comenta Mario Vargas Llosa acerca del símbolo del ojo en Historia del ojo de Georges Bataille, los ojos de las modelos de Schiele se convierten en sexo que mira, no sólo que es observado. Excita la violencia con la que se muestran; en la conciencia de su desnudez se devela lo oculto, lo que no se quiere admitir.
Porque en cada modelo de Schiele es posible encontrar su necesidad de entender la dialéctica del cuerpo con la mismidad de cada persona. El arte de Egon es un anhelo de entender a la humanidad en lo más básico. Y empieza por intentar abarcarse a sí mismo. Shiele realizó más de cien autorretratos, en los cuales aparece por lo general desnudo, frágil, esquelético; pero en otras ocasiones, es Jesucristo o San Sebastián atravesado por flechas. Aparece, también, viendo de frente. Modelo de sí mismo se moldea. Se mira y se recrea. Como en el espejo, su otro yo lo mira de frente con los mismos ojos que lo observan. Su relación con el ojo deriva, pues, de esta obsesión. “Cuando me vea en mi totalidad, tendré que verme yo mismo, saber yo mismo qué es lo que quiero, no sólo lo que me ocurre, sino hasta dónde llega mi capacidad de ver.”
Maurice Blanchot dice que “ver supone una distancia”, pero cuando esa distancia se convierte en encuentro, cuando ver algo es rozarlo y se genera un contacto a distancia, entonces surge la fascinación. Schiele, fascinado por la/su imagen, se aleja de sí, de sus modelos, para verdaderamente tocarse. Dentro de este proceso, ¿dónde queda el ojo de Egon? Por los aires, atisbando siempre, voyeur de sí mismo, el ojo mira lo mirado, y al verlo, se observa.
Visiones (Fragmento)
Egon Schiele
Todo me agradaba, quería mirar a
los hombres iracundos con cariño para
que sus ojos tuvieran que hacer lo mismo y
quería hacer regalos a los envidiosos
y decirles que yo era fútil.
Oí suaves vientos abultados
pasar por líneas de aires;
y la muchacha que leía quejumbrosa y a los niños
que me veían con ojos agrandados y devolvían
mi mirada con cariño.
Y las nubes lejanas miraban
hacia mí con buenos ojos con arrugas.
Las blancas, pálidas muchachas me mostraron
su pie negro y la liga roja
y hablaron con los dedos negros. Pero yo
pensaba
en los mundos lejanos, en flores-dedos
y mañanas mojadas. Apenas sabía si yo mismo
estaba allí. Vi
el parque amarillo, verdoso, verde azulado, verde
rojizo, verde tembloroso, verde soleado, verde
avioletado
y escuché los floridos
azahares.