ÁRBOL
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Como si fuera una anticipación a lo que acontecería
entre ambos, Pedro le obsequió La tregua
a Isabel. Un detalle que caló hondo en ella. Poco acostumbrada a la gentil
atención de un hombre, más a dar con generosidad que a recibir, Isabel recuerda
ese día en forma especial. Está empecinada en finalizar el relato, teclea sin
fijarse en los punteros del reloj que marcan las tres veinticinco de la mañana
de un viernes de enero, el movimiento de sus dedos refleja en la pantalla que los detalles, esas pinceladas que
provocan la belleza, en los momentos de mayor dicha o de mayor dolor se
convierten en el cemento que une los ladrillos de esa construcción que llamamos
relación. La flor se marchitará, las palabras quizá se las llevará el viento,
pero el recuerdo de ambas permanecerá durante mucho tiempo en la mente y el
corazón de quien las recibió. Es en este preciso momento que ella lleva sus
manos al centro de sus senos, indaga, palpa, consulta ¿Dónde se ubica el
corazón?, escribe las letras que llaman a Pedro y se detiene esta vez no para
encender un cigarro ni para beber unos sorbos de agua, sino para acariciar su
piel y pensar en él. En su amigo y el libro que le obsequió, roza el nacimiento
de su seno izquierdo, se pregunta dónde exactamente está ubicado el motor de la
vida y en qué lugar dejó su sello el libro que su amigo le regalara,
atropellada escribe ¿Dejó este objeto una marca? Termina por preguntarse ¿Habrá
cabida en este órgano vital para un nuevo dolor? Claro, el amor para Isabel es
sinónimo de padecimiento (no olvida los
atropellos de Max, el silencio brutal, el abandono), continúa punzante,
masoquista, ha sido llagada tantas veces en forma mortífera que a veces duda si
es humana o un robot. Isabel cavila ante el ojo, el único ojo, inmenso y
rectangular de arco color gris (extrañamente su color se parece al gato de
Pedro) proyecta una nueva interrogante en la pupila blanca ¿Podrá esta pequeña
masa de carne sangrante resistir los embates de nuevas desilusiones? Más aún
¿Será posible amar a Pedro?, por causa solamente de ese detalle: un libro de
edición barata y tapas color verde botella. Es el único regalo que ha recibido
en mucho tiempo. Es más punzante ver en el cíclope reflejado la siguiente
pregunta ¿Será realmente amor? Pedro la saca del contexto, vuelve a ella, a
confundirla, a desafiarla, esta vez, Isabel no camina tras él, es ella la que
huye, porque sabe que está corriendo un riesgo al mirar La tregua y buscar bajo su blusa el lugar exacto del motor y la
huella. Pero la huella como sentimiento permanece en el alma y el impacto no es factible de medición, sólo
el músculo puede rugir y debilitarse producto del desgaste de la máquina,
señalado por el dolor y la batalla cotidiana. La clave está ahora en el libro.
Se remueve en la silla nerviosa. Isabel piensa que aquel día confundida por el
sueño con su amigo, quizás no lo valoró
como debía, es decir, no le tomó el peso correspondiente. Como una
conquistadora tardía se da cuenta que puede amarlo por ese detalle
desapercibido en el origen. Alcanza el libro, pasa sus manos por las tapas.
Pedro, musita con la nostalgia bañándole las pupilas, Pedro, repite, aprieta el
texto contra su pecho. La tregua
lleva un tiempo largo entre tú y yo, escribe, pero la novela sigue su marcha.
No se detiene en la espera concedida. Abandona su mano y la deja tocar
sutilmente el computador como un piano al que quiere arrancar la melodía
exacta. En este punto recuerda a La
pianista de Jelinek, claro, con la diferencia que no tiene el pasatiempo de
hacerse cortes y no necesita que le abran los sesos para extirpar el miedo. No
tiene miedo. El adorno de las reinas
está en su cabeza y no precisamente en la entrepierna, es la razón por la que
dice: Creo que no serán Los Puentes de
Madison los que nos separen, querido amigo, y no precisamente por no ser tú
Redford ni yo, la estrella inglesa de la película. Sucede que estoy sola, sin
marido y mi mente te ve cerca de mí como el amigo entrañable. No serás el de
antaño, no serás el de este presente inocuo, conversando con el jarro de café
negro en mi cocina, en el comedor o entrando al escritorio, adueñándote por
breves momentos de Internet. Serás mejor. Las interrogantes desaparecen al
encender la lámpara del escritorio. Por algunos intervalos, un incipiente árbol
ha impedido ver el horizonte y nos ha despedazado como si hubiéramos ido en un
convertible sin dirección y carente de frenos como la amada mujer del protagonista del Gran Gatsby. Tal vez, y en esta parte, Isabel suspira, estás
traspasando el puente para encontrar lo
que nos fusiona y convierte en símbolos de amor. Del amor que se prodiga en
libertad. En el camino no olvidaste las pinceladas, prosigue Isabel, si las
hubieses obviado, su ausencia arrasaría las nubes, el cielo de los días y la
noche de nuestra ciudad no sería la misma, no estaría invadida de luceros, de
esa mágica luminosidad que observo ahora tras la ventana, no habrían arcas
abiertas con sutil ademán, cajas como de muñecas rusas que asombran con belleza
sublime. Con todo, nos damos cuenta que al considerar la pequeña matrioska, la
última del desfile descendente, ella, Isabel, ha estado a punto de caer en la
trampa. Si las dudas no se hubieran apoderado de nuestras cabezas, quizás la
novela no hubiera seguido su curso. A las ocho quince A.M. Isabel se restriega
los ojos, se levanta de la silla y exclama llegaré tarde a la oficina. Corre a
la ducha.
Reflexiona
en las matrioskas, la obsesión y la búsqueda la ha tenido alejada del mundo,
tengo que revertir este proceso, no puede ser que viva como una loba solitaria
esperando anhelante mis charlas con Pedro, indagando en su personalidad y
su forma de ser, me he convertido en su esclava.
No puede ser, se dice. Tengo que salir de esta cápsula, huir del cíclope y
despejar la cabeza, pensar un poco en mí, necesito distracción. Me lo merezco.
Al aterrizar en su oficina tiene claridad respecto al paso siguiente, llamará a
un amigo, ¿Cuál? No importa, si está disponible, ella lo estará para él, basta
de excusas torpes. Esta noche, tiene que ser esta noche repite, cavila, bueno,
si no es esta noche será mañana, pero que tiene que ser y pasar algo pronto,
eso será. Busca su agenda y ubica el número de teléfono. Pero la cazadora que
la habita no deja de creer que quizás el amigo, cualquiera sea, menos el
singular Toti aporte algo para escapar de su obsesiva narración.