Por Ingrid Odgers
Se repite la rutina de ingreso.
Cristián, el joven interno me acompaña a la sala de clases. Esta vez no está el
ambiente cargado de olor a cocina, ese tufillo como a comida rancia que se
impregnaba fuerte el viernes pasado. Me instalo frente a la mesa de trabajo la
caja de materiales la deja Cristián encima de la mesa, ¡voy por la otra
señorita! dice animoso. Los alumnos rodean la mesa, son como tres a cuatro,
saludan alegres, me llenan a preguntas, qué cómo he estado, que me recordaron
el fin de semana, que están muy contentos conmigo…los miro con cariño y
agradezco sus palabras. Un alumno me dice ¿puedo ver la caja?, la abro y digo
claro que sí, son solo materiales, dime qué quieres que te preste y apunta tu
nombre en una hoja. Después de revolver literalmente la caja toma un block y
unos lápices, me pregunta ansioso: ¿puede prestármelo señorita? Por supuesto,
pero no olvides anotar y pasarme la hoja.
Otro alumno consulta ¿qué haremos
hoy día? Entonces les pido que tomen asiento y se tranquilicen, son muy
inquietos sin embargo no está esa ansiedad que abundaba por la sala el viernes
pasado. Cuando cada uno tiene sus hojas
y lápices empiezo a leerles un resumen de una novela y les pido que escriban su
opinión respecto a la actitud de la protagonista y sus circunstancias de vida.
En silencio y obedientes como niños de jardín realizan el trabajo luego de
comentar en conjunto la novela donde entrego algunos detalles más y les explico
la narración. La verdad que había que pasarles una película sobre el libro, pero
lejos de lo que creen en Santiago, en la penitenciaría no hay data show, no hay
computador que se disponga para la clase…eso no es posible. Les digo que para
la próxima clase veré la posibilidad de un Data y un computador… Entregan los trabajos
con su visión, algunos hacen un poema. Todo lo recibo me interesa que trabajen
pero también charlar, intuyo que ellos lo necesitan ser escuchados por alguien
mayor les interesa y mucho. Varios alumnos que se inscribieron para esta
sesión, abandonan la sala, hasta la próxima clase señorita, debo ir a trabajar,
discúlpeme.
Así es la cárcel, los internos no
pueden ausentarse más de una hora - hora y media de sus quehaceres, todos hacen
algo y deben cumplir. Les pido: niños para la próxima necesito sus trabajos. Sí
señorita, lo haremos. Sin embargo, los alumnos no son siempre los mismos, van
rotando cada sesión, unos porque trabajan, otros porque no tienen ánimo. Le
pesan las rejas, pero no solo eso, el trato que reciben, ese trato de
pertenecer al inframundo, a la escoria social. Muchos sufren depresión,
angustia, ansiedad…dolor, y su único
alivio es la marihuana y una que otra pastilla que les venden en la misma
prisión.
Les leo algunos poemas como
segundo trabajo planeado para ellos y vuelven a sus hojas y retoman el lápiz.
Al despedirme la misma ansiosa pregunta: ¿Volverá la próxima semana?
Me dan la mano, unos me abrazan,
no se pierda dice otro con cara de súplica. Les acaricio la nuca y me despido. Tengo
una sensación contradictoria algo de alegría y algo de dolor. Yo quiero a estos
cabros, pienso mientras camino a la guardia a retomar mis objetos personales:
La billetera, el celular mi llavero y las gafas. Hay que cubrir rápidamente los
ojos para que no adviertan unas rudas lágrimas que se agolpan lento sobre mis
mejillas.