SATURADA
Hablo de un hombre como si fuera un
héroe. No lo es, obvio. No puedo puntualizar en forma exacta lo que significa
encontrármelo después de treinta años. Treinta años no es poco. Toda una vida. Isabel
rememora su pasado, los recuerdos de años de matrimonio frustrado endurecen la
expresión afable que la caracteriza. Sanar el olvido de sus hijos ha sido casi
imposible. Las navidades son de angustia y desolación. Ni hablar de los años
nuevos, la semana más larga es la última y
fatídica de diciembre. Una extraña mezcla de dolor, frustración e
impotencia ejecutan un cortocircuito, como su cumpleaños con la casa vacía y el
incienso con las velas aromáticas coreando lánguidos el veloz e indeseable paso
de los años. Camino por la orilla de la playa y recojo una que otra concha
rezagada por los visitantes, aspiro hasta saciarme el aire, intento capturar la
energía que emana del pacífico. Un hombre camina por la orilla de la playa con
la cabeza gacha y los brazos extendidos hacia la arena, lleva un bulto en su
espalda que no alcanzo a distinguir. Las algas han arrancado del mar y el
paraje huele a mujer insatisfecha abandonada por su amante. Todos se han
retirado a vivir la noche con quienes desean y es que la fecha es propicia para
experimentar momentos de unión. El gentío alborotado con los preparativos de
fin año ha abandonado temprano la bahía y
subsisten cerca unos perros chabacanos, correteando en la arena. Son las nueve de la noche. El rumor alado del silencio se acentúa con la
llegada del ocaso de este treinta y uno de diciembre. Quietud y nostalgia. Me
siento en la arena. Alejo al dúo de canes de pelos negruzcos y pintas café con
una piedra húmeda y plomiza. El aroma del mar me alcanza envolviéndome en los
pliegues de su sal volatilizada. Pedro no está. Viajó a pasar las fiestas con
sus hijos y tal vez con Sandra. Mis hijos no llamaron y mi futuro próximo será
ir a la cama con un buen libro, el de Donoso o Bolaño, después de comer unas
papas mayo con un trozo de carne. Cualquier otra acción dependerá del ánimo o
nuevamente del azar. Como todo en mi
vida. Arrojo la colilla y me levanto protegiéndome con el cuello de la casaca y
tomo el bolso para regresar a mi cueva. Se acerca un nuevo año y el yermo se
acrecienta. La falta de familia sumada a la ausencia del fiel Pedro es un arpón
que me lleva por los cabos de una fluctuación que no quiere sucumbir. No he podido concluir mi relato
que espero a estas alturas, ver convertido en novela. Repentinamente, la trama
se ha desarticulado en estos días y los detalles se han convertido en una maraña
espinosa. La literatura como un picaflor fastidiado de revolotear por mi metro
cuadrado se eleva lejos de mi balcón. El ritmo febril del compromiso remunerado
al cierre del año ha chapoteado una
devoción a la que no quiero renunciar. La importancia de vaciar al ojo ávido y
de borronear. La cámara de la auto
conservación. Detengo un bus Ruta las
playas y emprendo el viaje a casa. Las calles están habitadas por múltiples
luces y uno que otro auto, las ventanas de los departamentos, la mayoría con
guirnaldas iluminadas avistando la calzada desde sus ventanas. Son las once
pasadas al encender la luz de mi refugio. El silencio es total. A las doce, el
estallido de los juegos artificiales rompió la velada somnolienta y desaborida.
Recordé a Pedro. Encendí un cigarrillo y
busqué una cerveza en el refrigerador. Feliz año nuevo Isabel, dije en voz inusualmente
mordaz y un nudo desatado por la ironía (tal vez contagiada por Pedro), chorreó
angustia por las paredes y en la luz que descendía sobre mi figura estática,
devastada. Unas lágrimas lucharon por no agrietar el semblante. Las contuve.
Estaban demás. Tengo que ser enérgica, no puedo derrumbarme y bebí el resto del
líquido para arrancar el sable incisivo de la congoja, en medio de la masa
amorfa en que se convirtió la noche del año nuevo. La noche penquista puso su
manto sobre los hombros de Isabel. De improviso sintió el amparo de la ciudad.
Respiró profundo.
Isabel escribe tenaz sin
importar horario ni comida, está poseída por la obsesión, lo sabe y no piensa
ni desea alejarla de su nuca, de su sangre, de sus vértebras. Hasta aquí, incomunicada
de su familia, lejos de sus hijos, el consuelo para Isabel ha sido tener la
convicción que será la escritura la que le permitirá salir de años inmersa en
el círculo de la resignación (de vivir como oveja, según sus propias palabras),
para establecer la irreverencia comprometida de una mujer ante la sensibilidad
adormecida que la arrebató por años de la plenitud. Como toda convicción, conserva su vigencia en
el tiempo y en ella ha sido estimulada
por su encuentro con Pedro, quien ha sido un buen compañero de charla y
discusión. Enriquecedor, de todas maneras, prosigue Isabel y sonríe al ver el
guiño del cíclope ante el giro del cursor.