NOTA 2
Ingrid Odgers
Hay que decir, por otra parte, que la creación poética exige un trastorno total de nuestras perspectivas cotidianas: la feliz facilidad de la inspiración brota de un abismo. El decir del poeta se inicia como silencio, esterilidad y sequía. Es una carencia y una sed, antes de ser una plenitud y un acuerdo; y después, es una carencia aún mayor, pues el poema se desprende del poeta y deja de pertenecerle. Antes y después del poema no hay nada ni nadie en torno; estamos a solas con nosotros; y apenas comenzamos a escribir, ese «nosotros», ese yo, también desaparece y se hunde. Inclinado sobre el papel, el poeta se despega en sí mismo. Así, la creación poética es irreducible a las ideas de ganancia y pérdida, esfuerzo y premio. Todo es ganancia en la poesía. Todo— es pérdida. Pero la presión de la moralidad burguesa hizo que los poetas afectasen taparse las orejas ante la antigua voz del numen. El mismo Baudelaire insinúa el elogio del trabajo, ¡él, que escribió tanto sobre los páramos de la esterilidad y los paraísos de la pereza! Mas el desvío de críticos y creadores no cegó el manar de la inspiración. Y la voz poética continuó siendo un desafío y un problema.
Uno de los rasgos de la edad moderna consiste en la creación de divinidades abstractas. Los profetas reprochaban a los judíos sus caídas en la idolatría. Podría hacerse el reproche contrario a los modernos: todo tiende a desencarnarse. Los ídolos modernos no tienen cuerpo ni forma: son ideas, conceptos, fuerzas. El lugar de Dios y de la antigua naturaleza poblada de dioses y demonios lo ocupan ahora seres sin rostro: la Raza, la Clase, el Inconsciente (individual o colectivo), el Genio de los pueblos, la Herencia. La inspiración puede explicarse con facilidad acudiendo a cualquiera de estas ideas. El poeta es un médium por cuyo intermedio se expresan, en cifra, el Sexo, el Clima, la Historia o algún otro sucedáneo de los antiguos diosesy demonios. No pretendo negar el valor de estas ideas. Pero son insuficientes; en todas ellas campea una limitación que nos permite rechazarlas en conjunto: su exclusivismo, su querer explicar el todo por la parte.
Además, en todas es evidente su incapacidad para asir y explicar el hecho esencial y decisivo: ¿cómo se transforman esas fuerzas o realidades determinantes en palabras?, ¿cómo se hacen palabra, ritmo e imagen la libido, la raza, la clase o el momento histórico? Para los psicoanalistas la creación poética es una sublimación; entonces, ¿por qué en unos casos esa sublimación se vuelve poema y en otros no? Freud confiesa su ignorancia y habla de una misteriosa «facultad artística». Es claro que escamotea el problema, pues se limita a dar un nombre nuevo a una realidad enigmática y sobre la cual ignoramos lo esencial. Para explicar las diferencias entre las palabras del poeta y las del simple neurótico habría que recurrir a una clasificación de los subconscientes: uno sería el del común de los mortales y otro el de los artistas. No es eso todo: en el pensamiento no dirigido —o sea, en el sueño o fantaseo— el fluir de imágenes y palabras no carece de sentido: «Está demostrado que es inexacto que nos entreguemos a un curso de representaciones carentes de finalidad... al cesar las nociones de finalidad que conocemos se imponen en seguida otras desconocidas —inconscientes, como decimos con expresión impropia—, las cuales mantienen determinada la marcha de las representaciones ajenas a nuestra voluntad. No puede elaborarse un pensamiento sin nociones de finalidad...»37. Aquí Freud pone el dedo en la llaga. La noción de finalidad es indispensable aun en los procesos inconscientes. Sólo que, habiendo dividido al ser humano en diversas capas: conciencia, subconsciencia, etc., concibe dos finalidades distintas: una racional, en la que participa nuestra voluntad; otra, ajena a nosotros, «inconsciente» o ignorada por el hombre, puramente instintiva. En realidad, Freud transfiere la noción de finalidad a la libido y al instinto, pero omite la explicación fundamental y decisiva:
¿Cuál es el sentido de esa finalidad instintiva? La finalidad «inconsciente» no es tal finalidad, pues carece de objeto y de sentido: es un puro apetito, una mecánica natural. No es esto todo. La noción de fin implica un cierto darse cuenta y un conocimiento, todo lo oscuro que se quiera, de aquello que se pretende alcanzar. La noción de fin exige la de conciencia. El psicoanálisis, en todas sus ramas, ha sido hasta ahora impotente para contestar satisfactoriamente a estas preguntas. Y aun para planteárselas correctamente.
Algo semejante puede decirse de la concepción del poeta como «vocero» o «expresión» de la historia: ¿de qué manera las «fuerzas históricas» se transforman en imágenes y «dictan» al poeta sus palabras? Nadie niega la interrelación que supone todo vivir histórico: el hombre es un nudo de fuerzas interpersonales. La voz del poeta es siempre social y común, aun en el caso del mayor hermetismo. Pero, según ocurre con el psicoanálisis, no se ve claro cómo esa «marcha de la historia» o de la «economía», esos «fines históricos» — ajenos a la voluntad humana como los «fines» de la libido— pueden ser realmente fines sin pasar por la conciencia. Por lo demás, nadie «está en la historia», como si ésta fuese una «cosa» y nosotros, frente a ella, otra: todos somos historia y entre todos la hacemos. El poema no es el eco de la sociedad, sino que es, al mismo tiempo, su criatura y su hacedor, según ocurre con el resto de las actividades humanas. En fin, ni el Sexo, ni el Inconsciente, ni la Historia son realidades meramente externas, objetos, poderes o substancias que obran sobre nosotros. El mundo no está fuera dé nosotros; ni, en rigor, dentro. Si la inspiración es una «voz» que el hombre oye en su propia conciencia, ¿no será mejor interrogar a esa conciencia, que es la única que la ha escuchado y que constituye su ámbito propio?
Para el intelectual —y, también, para el hombre común— la inspiración es un problema, una superstición o un hecho que se resiste a las explicaciones de la ciencia moderna. En cualquier caso, puede alzarse de hombros y borrar de su espíritu el asunto, como quien sacude su traje del polvo del camino. En cambio los poetas deben afrontarla y vivir el conflicto. La historia de la poesía moderna es la del continuo desgarramiento del poeta, dividido entre la moderna concepción del mundo y la presencia a veces intolerable de la inspiración. Los primeros que padecen este conflicto son los románticos alemanes. Asimismo, son los que lo afrontan con mayor lucidez y plenitud y los únicos —hasta el movimiento surrealista— que no se limitan a sufrirlo sino que intentan trascenderlo. Descendientes, por una parte, de la Ilustración y, por la otra, viven entre la espada del Imperio napoleónico y la reacción de la Santa Alianza, perdidos, por decirlo así, en un callejón sin salida. En ellos los contrarios pelean sin cesar.
La inspiración, tenazmente mantenida por estos poetas y pensadores, es inconciliable con el subjetivismo e idealismo que, con no menor encarnizamiento, predica el romanticismo. La misma violencia de la disyuntiva provoca la audacia y temeridad de las tentativas que pretenden resolverla. Cuando Novalis proclama que «destruir el principio de contradicción es quizá la tarea más alta de la lógica superior», ¿no alude, en su forma más general, a la necesidad de suprimir la dualidad entre sujeto y objeto que desgarra al hombre moderno y así resolver de una vez por todas el problema de la inspiración? Sólo que la supresión del principio de contradicción —a través, por ejemplo, de un «regreso a la unidad»— implica también la destrucción de la inspiración, es decir, de esa dualidad del poeta que recibe y del poder que dicta. Por eso,
Novalis afirma que la unidad se rompe apenas se conquista. La contradicción nace de la identidad, en un proceso sin fin. El hombre es pluralidad y diálogo, sin cesar acordándose y reuniéndose consigo mismo, mas también sin cesar dividiéndose. Nuestra voz es muchas voces. Nuestras voces son una sola voz. El poeta es, al mismo tiempo, el objeto y el sujeto de la creación poética: es la oreja que escucha y la mano que escribe lo que dicta su propia voz. «Soñar y no soñar simultáneamente: operación del genio.» Y del mismo modo: la pasividad receptora del poeta exige una actividad en la que se sustenta esa pasividad. Novalis expresa esta paradoja en una frase memorable: «La actividad es facultad de recibir». El sueño del poeta exige, en una capa más profunda, la vigilia; y ésta, a su vez, entraña el abandonarse al sueño. ¿En qué consiste, entonces, la creación poética? El poeta, nos dice Novalis, «no hace, pero hace que se pueda hacer». La sentencia es relampagueante, y describe de modo justo el fenómeno. Pero, ¿quién es ese «se» que supone el segundo «hace»? ¿A quién deja «hacer» el poeta? Novalis no nos lo dice claramente. En ocasiones, el que «hace» es el Espíritu, el Pueblo, la Idea o cualquier otro poder con mayúscula. Otras, es el poeta mismo. Hay que detenerse en esta segunda explicación.
Para los románticos el hombre es un ser poético. En la naturaleza humana hay una suerte de facultad innata —el poeta, decía Baudelaire, «nace con experiencia»— que nos lleva a poetizar. Esta facultad es análoga a la disposición divinizarte que nos permite la percepción de lo santo: la facultad poetizante es una categoría a priori. La explicación no es distinta de la que acude al «sentimiento de dependencia» para fundar la divinidad en la subjetividad del creyente. La analogía con el pensamiento teológico protestante no es accidental.
Ninguno de estos poetas separó enteramente lo poético de lo religioso y muchas de las conversiones de los románticos alemanes fueron consecuencia de su concepción poética de la religión tanto como de su concepción religiosa de la poesía. Una y otra vez Novalis afirma que la poesía es algo así como religión en estado silvestre y que la religión no es sino poesía práctica, poesía vivida y hecha acto. La categoría de lo poético, por tanto, no es sino uno de los nombres de lo sagrado. No es necesario repetir aquí lo dicho en el capítulo anterior: lo realmente distintivo de la experiencia religiosa no consiste tanto en la revelación de nuestra condición original cuanto en la interpretación de esa revelación. Además, la operación poética es inseparable de la palabra. Poetizar consiste, en primer término, en nombrar. La palabra distingue la actividad poética de cualquier otra. Poetizar es crear con palabras: hacer poemas. Lo poético no es algo dado, que esté en el hombre desde su nacimiento, sino algo que el hombre hace y que, recíprocamente, hace al hombre. Lo poético es una posibilidad, no una categoría a priori ni una facultad innata. Pero es una posibilidad que nosotros mismos nos creamos. Al nombrar, al crear con palabras, creamos eso mismo que nombramos y que antes no existía sino como amenaza, vacío y caos. Cuando el poeta afirma que ignora «qué es lo que va a escribir» quiere decir que aún no sabe cómo se llama eso que su poema va a nombrar y que, hasta que sea nombrado, sólo se presenta bajo la forma de silencio ininteligible. Lector y poeta se crean al crear ese poema que sólo existe por ellos y para que ellos de veras existan. De ahí que no haya estados poéticos, como no hay palabras poéticas. Lo propio de la poesía consiste en ser una continua creación y de este modo arrojarnos de nosotros mismos, desalojarnos y llevarnos hacia nuestras posibilidades más extremas.
Ni la angustia, ni la exaltación amorosa, ni la alegría o el entusiasmo son estados poéticos en sí, porque lo poético en sí no existe. Son situaciones que, por su mismo carácter extremo, hacen que el mundo y todo lo que nos rodea, incluyendo el muerto lenguaje cotidiano, se derrumben. No nos queda entonces sino el silencio o la imagen. Y esa imagen es una creación, algo que no estaba en el sentimiento original, algo que nosotros hemos creado para nombrar lo innombrable y decir lo indecible. Por eso todo poema vive a expensas de su creador. Una vez escrito el poema, aquello que él era antes del poema y que lo llevó a la creación —eso, indecible: amor, alegría, angustia, aburrimiento, nostalgia de otro estado, soledad, ira— se ha resuelto en imagen: ha sido nombrado y es poema, palabra transparente. Después de la creación, el poeta se queda solo; son otros, los lectores, quienes ahora van a crearse a sí mismos al recrear el poema. La experiencia se repite, sólo que a la inversa: la imagen se abre ante el lector y le muestra su abismo traslúcido.
El lector se inclina y se despeña. Y al caer —o al ascender, al penetrar por las salas de la imagen y abandonarse al fluir del poema— se desprende de sí mismo para internarse en «otro sí mismo» hasta entonces desconocido o ignorado. El lector, como el poeta, se vuelve imagen: algo que se proyecta y se desprende de sí y va al encuentro de lo innombrable. En ambos casos lo poético no es algo que está fuera, en el poema, ni dentro, en nosotros, sino algo que hacemos y que nos hace. Podría, pues, modificarse la sentencia de Novalis: el poema no hace, pero hace que se pueda hacer. Y el que hace es el hombre, el creador. Lo poético no está en el hombre como algo dado, ni el poetizar consiste en sacar de nosotros lo poético, como si se tratase de «algo» que «alguien» depositó en nuestro interior o con lo cual nacimos. La conciencia del poeta no es una caverna en donde yace lo poético como un tesoro escondido. Frente al poema futuro el poeta está desnudo y pobre de palabras. Antes de la creación el poeta, como tal, no existe. Ni después. Es poeta gracias al poema. El poeta es una creación del poema tanto como éste de aquél. El conflicto se prolonga a lo largo del siglo XIX. Se prolonga, se agrava y, al mismo tiempo, se vela y confunde. La contradicción es más aguda y mayor la conciencia del desgarramiento; menor, la lucidez para afrontarla y la valentía para resolverla. Víctimas, testigos y cómplices de la inspiración, ninguno de los grandes poetas del siglo XIX posee la claridad de Novalis. Todos ellos se debaten en una contradicción sin salida. Renunciar a la inspiración era renunciar a la poesía misma, es decir, al único hecho que justificaba su presencia sobre la tierra; afirmar su existencia era un acto incompatible con la idea que tenían de sí mismos y del mundo. De ahí que, con frecuencia, estos poetas rechacen y condenen al mundo. Sin duda, desde un punto de vista moral, los ataques de Baudelaire, el desdén de Mallarmé, las críticas de Poe poseen plena justificación: el mundo que les tocó vivir era abominable. (Nosotros lo sabemos bien, porque esos tiempos son el origen inmediato del horror sin paralelo de nuestra época.) Mas no basta con negar o condenar el mundo; nadie puede escapar de su mundo y esa negación y condena son también maneras de vivirlo sin trascenderlo, es decir, de padecerlo pasivamente. Nada más penetrante, nada más iluminador sobre los misterios de la operación poética, sus páramos y sus paraísos, que las descripciones de Baudelaire, Coleridge o Mallarmé. Y al mismo tiempo, nada menos claro que las explicaciones e hipótesis con que pretenden conciliar la noción de inspiración con la idea moderna del mundo. Léase cualquiera de los textos capitales de la poética moderna (la Filosofía de la composición de Poe, por ejemplo), para comprobar su desconcertante y contradictoria lucidez y ceguera. El contraste con los textos antiguos es revelador. Para los poetas del pasado la inspiración era algo natural, precisamente porque lo sobrenatural formaba parte de su mundo.
Un espíritu tan dueño de sí como Dante relata con sencillez y simplicidad que en el sueño el Amor le dicta e inspira sus poemas, y añade que esa revelación acaece a ciertas horas y dentro de circunstancias que hacen inequívoca y cierta de toda certidumbre la intervención de poderes superiores: «Al decir esas palabras desapareció y se interrumpió mi sueño. Y después, al volver sobre esta Visión, descubrí que la había experimentado a la novena hora del día; por lo que, aun antes de salir de mi aposento, resolví componer esa balada en la que cumpliría el mandato de mi Señor (el Amor); y entonces hice la balada que comienza así...». El valor de la cifra nueve posee para Dante un valor análogo al del número siete para Nerval.
Mas para el primero la repetición del nueve posee un sentido claro, aunque misterioso y sagrado, que no hace sino iluminar con más pura luz el carácter excepcional de su amor y la significación salvadora de Beatriz; para Nerval se trata de un número ambiguo, ora funesto, ora benéfico y sobre cuyo verdadero sentido es imposible decidirse. Dante acepta la revelación y se sirve de ella para descubrirnos los arcanos del cielo y del infierno; Nerval se sobrecoge fascinado, y no pretende tanto comunicarnos sus visiones como saber qué es la revelación: «Resolví fijar mi sueño y descubrir su secreto. ¿Por qué no, me dije, forzar al fin estas puertas místicas, armado con toda mi voluntad para dominar mis sensaciones en lugar de soportarlas? ¿No es posible vencer esta quimera atractiva y temible, imponer una regla a los espíritus que se burlan de nuestra razón?».
Para Dante la inspiración es un misterio sobrenatural que el poeta acepta con recogimiento, humildad y veneración. Para Nerval es una catástrofe y un misterio que nos provoca y reta. Un misterio que hay que desvelar. El tránsito entre «misterio por descifrar» y «problema por resolver» es insensible y lo harán los sucesores de Nerval.
La necesidad de reflexionar e inclinarse sobre la creación poética, para arrancarle su secreto, sólo puede explicarse como una consecuencia de la edad moderna. Mejor dicho, en esa actitud consiste la modernidad.
Dante señala que a la edad de nueve años encuentra por primera vez a su amada; que tras otros nueve, precisamente a las nueve horas, la vuelve a ver; que las visiones ocurren a las nueve de la mañana o de la noche; que Beatriz muere el año noventa del siglo XIII, esto es, en un año que es nueve veces el número diez, cifra santa. Nerval, en diversos pasajes de Aurélia> subraya la importancia del siete en su vida.
La desazón de los poetas reside en su incapacidad para explicarse, como hombres modernos y dentro de nuestra concepción del mundo, ese extraño fenómeno que parece negarnos y negar los fundamentos de la edad moderna: ahí, en el seno de la conciencia, en el yo, pilar del mundo, única roca que no se disgrega, aparece de pronto un elemento extraño y que destruye la identidad de la conciencia. Era necesario que nuestra concepción del mundo se tambalease, esto es, que la edad moderna entrase en crisis, para que pudiese plantearse de un modo cabal el problema de la inspiración. En la historia de la poesía ese momento se llama surrealismo.